Mujeres artistas de Puerto Rico
- Susana Torruella Leval
- 16 jun
- 10 Min. de lectura
Este ensayo de la curadora y crítica de arte Susana Torruella Leval fue publicado originalmente en Plástica No.13, en julio de 1985.

Alguien me dijo una vez que Puerto Rico es como una isla rodeada de espejos. Y es cierto. Tal vez a raíz de nuestro aislamiento político y cultural, los puertorriqueños parecemos condenados a un ensimismamiento obsesivo, absortos en nuestros problemas sociales, en el dilema paralizante de nuestra ambivalente identidad política, en el caos de nuestra economía, en la intensa preocupación por roles sexuales y posición social. Implacable, la frustración rodea la vida del puertorriqueño como el mar y la claridad tropical. La frustración endémica y el aislamiento de Puerto Rico se intensifican aún más en la mujer que es a la vez artista y lucha por hallar un “espacio propio” donde poder crear. En un mundo latino poderosamente orientado hacia el ego masculino, la mujer artista anhela ser tomada en serio, aún por su propia familia, que cuenta con escasos modelos para apreciar los logros de naturaleza estética. La mayoría se ve obligada a funcionar al ritmo fragmentado que siguen todas las mujeres del mundo: un trabajo interrumpido por las exigencias que imponen las horas de comida, el transporte escolar, las enfermedades infantiles o de parientes ancianos. Económicamente maniatadas, la mayor parte de las artistas se ven obligadas, como dice una de ellas, a ser “maestras que pintan en lugar de pintoras que enseñan”.
La exhibición Mujeres Artistas de Puerto Rico abrió al público en noviembre de 1983 en la Galería Cayman de la ciudad de Nueva York, y ha estado recorriendo los Estados Unidos de un extremo al otro. Esta muestra está presentando al público norteamericano un grupo de artistas que expuso colectivamente por primera vez hace dos años en San Juan. Estas, encontrando afinidades pese a la diversidad de sus vidas respectivas, decidieron formar la Asociación de Mujeres Artistas de Puerto Rico. Y en los trabajos que exhibieron en la muestra aparecen grandes afinidades, tal vez fruto del doble aislamiento que comparten. Dos puntos de referencia surgen: el propio cuerpo femenino y el paisaje que las circunda.
El cuerpo femenino parece ser el interés primordial en un gran número de obras, pero un análisis más cabal revela una inquietud más profunda: la dicotomía en la vida de la mujer entre cuerpo e intelecto, entre el mundo interior y exterior que habita.
Las mujeres de los cuentos de hadas de Marta Pérez, por ejemplo, son espléndidos seres que flotan etéreos a través de tapices alhajados. De cerca, sin embargo, algunas revelan una faz desencajada, anhelante, repentinamente consciente del potencial asfixiante del volado de encaje que la engalana. La Matriarca de Marta Pérez, al igual que La Herencia de Consuelo Gotay, es una imagen plena de simbolismo latino. Pérez insiste en su secularidad, pues se compone de objetos que pueblan la vida de tantas mujeres –botones, adornos, encajes, cuentas, carpetitas de crochet. Sin embargo, este ídolo casero no puede dejar de sugerirnos otra fuerza potencial de opresión: la religión, aludiendo específicamente a la Virgen, quien siendo madre y virgen a la vez ejemplifica la condición contradictoria de la mujer/artista en Puerto Rico.

“Parece una muñeca” es una frase que resuena incesantemente en los oídos de las niñas puertorriqueñas “bien educadas”. Los hermosos dibujos de Margarita Fernández Zavala nos hablan de la tiranía que imponen esas expectativas. Sus Tres Niñas Buenas presenta el ideal falaz de la docilidad y el comportamiento irreprochable. A Escondidas revela las consecuencias: la represión –que simboliza la reja carcelaria– obliga al yo a refugiarse en un mundo interior en el que no están prohibidos el juego y el capricho. El espacio claustrofóbico y el escorzo inquietante de la Fiesta de Cumpleaños presenta a los concurrentes como víctimas: padres e hijos por igual revolviéndose incómodos dentro de rígidas convicciones sociales. La frágil belleza de estos dibujos engaña: sus velos, como gasas que cubren la memoria, ocultan un intelecto lúcido y riguroso que analiza al tiempo que describe, tejiendo una fina tela de acero que todo lo envuelve. Pese al afiligranado refinamiento y al detalle superficial, estas imágenes de juguete tienen un ánimo amenazador e inquietante. En el fondo llevan un silencio Balthusiano.
Aunque en apariencia notablemente distintas, la obra de Zilia Sánchez y la de Lorraine De Castro someten al sensual cuerpo femenino a un proceso intelectual similar. Sánchez lo transmuta en un objeto pintado cuya piel impecable contiene la poderosa sensualidad de la forma orgánica que encierra. Las mujeres primitivas de Lorraine De Castro se asemejan a versiones tropicales de una Venus prehistórica: su sensualidad es tan arrolladora como los voluminosos pliegues del barro. Las más recientes parecen ansiosas por escapar a su forma térrea; algunas hincan las uñas en el cuerpo, otras sufren de una protuberancia esquelética en la cabeza, otras tienen el cuerpo marcado por las huellas del ahumado, las cuales parecen expresar su autotrascendencia catártica. Las figuras de Susana Espinosa, de tan hermosa ejecución, solían representar elegantes mujeres de la alta sociedad momificadas en su vana frivolidad. El personaje de la exhibición, altivo, enigmáticamente andrógino, también parece transformado, como si estuviera en contacto con nuevas fuentes de vigor y dignidad. Los sorprendentes autorretratos de Maribel Muñoz nos obligan a hacer frente a su dualidad: la cómica vista posterior presenta el aspecto físico; Maribel por Maribel nos entrega el otro aspecto en su mirada directa y desafiante. La artista atenúa la emotiva intensidad del encuentro con el filtro de una técnica analítica, fotográfica.

Otras de las artistas de la muestra trascienden el yo introspectivo y consideran a la mujer en un contexto social. Las figuras de María Antonia Ordóñez surgen de y pueblan un mundo íntimo y surrealista extrañamente asexual; parecen unidas indisolublemente entre sí por convenciones atávicas, antiguos vínculos de sangre, o tal vez mera chismografía. María Dolores Rodríguez ubica a sus mujeres en el centro de una inquietante comparsa social. Las atractivas composiciones, logradas mediante una combinación de planchas de cobre cortadas previamente reflejan el aislamiento sicológico de un mundo Munchiano. Analida Burgos manifiesta su apasionado compromiso con la reforma social en tajantes caricaturas de la vida política puertorriqueña. Aquí reina la hipocresía y el compromiso en medio de un intenso claroscuro; las figuras femeninas simbolizan a Puerto Rico –la novia vendida.
Las finas litografías de Susana Herrero culminan su fascinación con el contacto humano a su nivel más esencial. Explora sus límites físicos y sicológicos en situaciones en que cuerpo y alma quedan al desnudo y flotan en un espacio conceptual. Es natural que en Puerto Rico esta interacción de figuras masculinas desnudas suela considerarse pornográfica, sobre todo si la pinta una mujer. La chocante coreografía de Isabel Vázquez, La Descarada, juega visual e intelectualmente con su título y alude al riesgo que corre la mujer artista: debe pagar por tener la osadía de crear.
Después de la mujer como entidad social, intelectual y física, el paisaje circundante proporciona el segundo punto crucial de referencia en la exposición. Las composiciones líricas de Rosita Haeussler y los delicados dibujos de Mary Ann McKinnon, inspirados en la flora tropical, captan la intensa luminosidad y brillante colorido del paisaje puertorriqueño. El Vuelo Nocturno de Betsy Padín también evoca las innumerables metamorfosis del nativo yagrumo. En un impasto minuciosamente realizado, Irazú se adentra en el primitivo paisaje latinoamericano, superando los límites de la isla. Desde el camino Inca con pinceladas libres, transmite con mayor espontaneidad la sobrecogedora majestuosidad de las cumbres andinas.
El barro sale de la tierra; es una extensión del paisaje natural. Es éste el medio elegido por la mayor parte de las escultoras de la muestra quienes lo prefieren por su espontánea inmediatez, la sensualidad directa de su manipulación, y su calidad accidental, orgánica, generosa.
El paisaje proporciona un punto de partida a las piezas de barro de Toni Hambleton y Silvia Blanco. Los líricos Paisajes/Marinas de Hambleton tienen un color y una textura de exuberante sensualidad. Sus obras más recientes, en las que combina porcelana y fibra de vidrio, tienen una fina calidad gráfica que surge de un renovado contacto con el grabado. La vigorosa severidad geométrica de las esculturas de Silvia Blanco se ve atemperada por su sensual superficie pintada. El Pájaro parece heredero de la fascinación constructivista con la interacción entre espacio y forma. En el Paisaje Redondo el objeto de esa fascinación es la materia misma, llevada hasta sus límites, encerrando un espacio que la penetra, desdoblándose en un paisaje de múltiples planos.
Otras artistas presentan paisajes sumamente subjetivos. La Ventana de Sueños de Gloria Duncan ofrece el locus donde termina la realidad y comienzan los sueños. El fértil paisaje montañoso, filtrado a través de pinceladas caligráficas, queda enmarcado dentro del espacio conceptual del ojo de la mente –visión interior y percepción. El Almacén de Nora Rodríguez nos presenta el paisaje más íntimo de la artista –su taller. Desparramadas por doquier en cajas, estantes y armarios se encuentran formas geométricas y semi-orgánicas, desechos de sus obras pasadas, como dice ella “juguetes sin inocencia”. Su presencia vigilante se deja sentir por doquier en este inventario enigmático de su imaginación estética. La gráfica de María de Mater O’Neill también nos ubica dentro del paisaje interior de su mente. En una vorágine de detalles se nos presentan retazos de su vida (menús, billetes de lotería, números de teléfono), sus intereses (historia del arte, semántica, literatura), sus inquietudes (la suerte del artista, el mercado laboral, sus propios métodos de trabajo) en graffiti, en garabatos, en conversaciones consigo misma. Ni siquiera la rueda cromática de Newton logra escapar a su integración en este proceso introspectivo; el virtuosismo técnico es el elemento de control en este caos consciente.
“En un mundo latino poderosamente orientado hacia el ego masculino, la mujer artista anhela ser tomada en serio, aún por su propia familia, que cuenta con escasos modelos para apreciar los logros de naturaleza estética. La mayoría se ve obligada a funcionar al ritmo fragmentado que siguen todas las mujeres del mundo: un trabajo interrumpido por las exigencias que imponen las horas de comida, el transporte escolar, las enfermedades infantiles o de parientes ancianos. Económicamente maniatadas, la mayor parte de las artistas se ven obligadas, como dice una de ellas, a ser ‘maestras que pintan en lugar de pintoras que enseñan’”. - Susana Torruella Leval, 1985.
La obra de Myrna Báez recapitula con maestría la doble preocupación por figura y paisaje. Artista de alto nivel intelectual, consciente de sí misma, con veinte años de reconocida obra gráfica, en los últimos diez años ha florecido en la pintura. Trabajando con acrílico sobre la tela virgen, Báez trata de extraer el máximo a su arte y a su medio, explorando, siempre extendiendo sus límites, respetando al mismo tiempo su integridad. Las técnicas gráficas y de fotografía se asimilan para lograr la plenitud de un estilo maduro, sintético, donde la forma plana y límpida y la luminosidad del color se plasman en perfecto equilibrio para crear imágenes obsesionantes, como salidas de un sueño.
Las pinturas en sí son vidriosas, transparentes, como espejos que reflejan sin cesar percepciones mutantes de la realidad. Los interiores de Báez, generalmente inspirados en los de su vida real, nos abren la puerta de un mundo caleidoscópico de infinitas metamorfosis, cuya complejidad conceptual nos lleva a dar una nueva mirada al mundo perceptivo. Sus desnudos, hombres y mujeres, existen, encantados, en espacios íntimos y equívocos en los que las paredes se funden como por encanto para dar paso al mundo natural. Como la de Matisse, su obra parece ubicada en un umbral interior desde el cual podemos mirar tanto hacia adentro como hacia afuera.
La figura y el paisaje han sido un interés constante en toda la obra de Myrna Báez. Sus cuadros y grabados más recientes integran plenamente estos dos elementos trascendiéndolos en meditaciones visuales, soliloquios interiores o expresiones estéticas de estados de ánimo en los que mundo interior y exterior confluyen y se entrelazan. El hombre y la mujer son fruto de su paisaje particular y a su vez lo conservan o destruyen. La apasionada preocupación de Báez por el destino de su paisaje nativo nunca se aparta de su conciencia. Estas obras de gran belleza transmutan en arte una inquietud personal.
La satisfacción de manipular la forma abstracta y el color absorbe a otro grupo de artistas en la exposición.
Ana Delia Rivera usualmente toma como punto de partida alguna pieza de hierro de una máquina vieja. Iniciando su composición a partir de la misma, respeta su rigurosa geometría y la complementa con planchas de barro de rica textura pintadas con lavados de óxido. Aunque de poderosa inclinación abstracta, su obra suele recordar imágenes de un paisaje sublime; la serie que se presenta en la muestra es un homenaje a las Antillas. Isabel Vázquez también utiliza modestos desechos como punto inicial de sus colografías, combinándolos en composiciones llamativas que les confieren nueva dignidad e interés. Los grabados que con tanta maestría ejecuta Rebecca Castrillo colocan la forma geométrica pura en el espacio cósmico, a veces en imperturbada tranquilidad, otras en vorágine apocalíptica.

Los acrílicos impecables de Noemí Ruiz están imbuidos de una tensión distinta. La forma, mediante una imperceptible gradación de matices cromáticos, se revela transparente o substancial; el espacio, casi plano o infinito. Se afirman, contradicen y complementan en una especie de fuga de movimientos cuidadosamente calculados. De este preciso contrapunto surgen resoluciones tensas pero serenas. Un análogo legado constructivista sirve de fondo a las esculturas de Miriam Zamparelli. Es la única escultora del grupo que trabaja las maderas típicas de Puerto Rico y la República Dominicana –caoba, ausubo, guayacán. En su impresionante Homenaje - Derivado 55, las piezas están literalmente enhebradas en torno a una vara de acero inoxidable como un gigantesco collar orgánico. Es una invitación al espacio para que se entreteja a voluntad con las formas suspendidas, acariciándose, describiéndolas, completándolas. Las poderosas formas dentadas encuentran perfecta compensación en la rotundidad sensual de los discos centrales. Los seres pintados de Wifredo Lam bien habrían podido encontrar un alma gemela en esta enigmática presencia tropical.
En A Room of One’s Own, meditando sobre la inequidad de la herencia de los mundos masculinos y femenino, Virginia Woolf escribe: “... perdices y vino, pertigueros e hipismo, libros y cigarros, bibliotecas y diversión. Sin lugar a dudas nuestras madres no nos dotaron de nada parecido a todo eso –nuestras madres que mal lograban arañar treinta mil libras, nuestras madres que dieron trece hijos a los ministros de la religión de San Andrés. No podía quedar ni un cobre para “comodidades”. Lo más que pudieron hacer fue levantar paredes desnudas de la tierra desnuda”.
Las mujeres que integran este grupo están levantando “paredes desnudas” para las que vengan después. Es un comienzo –motivo de orgullo– un aliciente para continuar.
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