Los enigmáticos poemas lunares de José Roberto Bonilla Ryan
- Luis Cotto Román
- hace 3 horas
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En este lúdico recorrido, el coleccionista de arte Luis Cotto Román viaja en el tiempo para honrar y reconocer la obra y legado del artista puertorriqueño fallecido en el 2001

Conocí a José Roberto Bonilla Ryan en 2005, a través del extraordinario artista plástico y amigo Ernesto Akabá. En realidad, Roberto había fallecido cuatro años antes, mas la admiración y cariño con que Ernesto me habló de él, me hizo imposible ver al recién descubierto amigo dentro de los estrechos linderos de la retrospección histórica. A partir de ese momento, busqué algún feliz encuentro con piezas de su autoría. Me di cuenta, sin embargo, de que no resultaba fácil hallarlas. De hecho, no las he visto en museo alguno, y raras veces las he visto en el mercado. A eso hay que añadir que es escasa la literatura sobre el artista.
¿Qué se puede decir de Roberto? Para Manuel Álvarez Lezama era una mezcla de Charles Baudelaire y Jack Kerouac, entre otros. Véase su ensayo Retrato: Fragmentos de una interpretación poética, incluido en el catálogo de la primera muestra individual del artista, titulada Momentos, 1987-1992, que se llevó a cabo en agosto de 1992 en Luigi Marrozzini Gallery. Baudelaire fue un poeta simbolista francés de verso libre y explorador de los tormentos interiores del ser humano. Jack Kerouac, se dice, acuñó el término Beat Generation y forjó lo que en la crítica literaria se conoce como stream of consciousness, que se ha explicado como un modo narrativo que se detiene de manera reflexiva en pensamientos y sentimientos de diverso calado que pasan por la mente del narrador surgiendo como elocuente monólogo interior.
En 1994, Roberto tuvo una segunda muestra individual en La Cruz Azul de Puerto Rico titulada, Exposición de Pinturas de Roberto Bonilla Ryan. Para el catálogo, Edwin Medina, fotógrafo amigo del artista, capturó con su lente en varias tomas a Roberto con gafas oscuras mirando a través de ellas el cigarrillo que recién había encendido al comenzar la sesión. Treinta y un años después, Edwin me muestra en su hogar Crescent, pieza que le regalara Roberto en cumplimiento de su promesa de que se la obsequiaría si no se vendía en una muestra colectiva en la que participaba. Los amigos reunidos en casa de Edwin comentábamos que el título —en referencia a una balada de Coltrane— describía la musicalidad de la pieza. Se dibuja un paisaje en rojo, negro, amarillo y blanco, con astros circulares en el firmamento rojo en que se revelan cuasi etéreas veladuras y la tenue tensión que representa una superficie que por partes se ve craquelada. La pieza exhibe partes profundamente líricas e íntimas; en otras, parece viajar caóticamente, abstrayéndose, pero siempre regresando a su línea melódica. En medio de la pintura, nerviosas líneas verticales en fluctuación, cual gráficas musicales, acentúan su lirismo. La cadencia, vuelos de improvisación e imaginación, y ritmos musicales del jazz, se hacen visibles en los colores y formas, tenues o en ardiente frenesí, que impartió el pintor/poeta.
En mi búsqueda por llegar a conocer mejor a Roberto, otras voces se fueron agregando. “Bonilla era un artista total. Gustaba de la pintura, literatura, música, filosofía y poesía. Para él no había diferencia entre arte y vida”, rememoró su amiga, la profesora Miriam Muñiz Valera. Recuerda con nostalgia que conoció a Roberto en el Café La Tea, en el Viejo San Juan, donde se celebraban recitales de poesía a inicios de 1970, cuando abrió sus puertas al público. Pronto ella, su entonces esposo, el pintor Julio Suárez, Roberto y su esposa, Carmen Iris, se volvieron inseparables.
“Estimo la obra de Roberto como esencial en nuestra plástica. Sospecho, sin embargo, que la falta de vida física, el no tener un cuerpo de carne y hueso y unos ojos que miren frente a frente los ojos del espectador, y el no contar con el impulso de alguien que, enamorado de su obra, se comprometa con ella y la muestre orgulloso en sociedad, puede llevar a invisibilizarla y dejarla en el recinto privado de unos pocos enamorados” - Luis Cotto Román
Según Muñiz Varela, Roberto era un maestro entre su grupo de amigos. “Conocía de las tendencias artísticas del momento y las difundía”, compartió. “Lo que más le llamaba eran sus pasiones terrenales; esa relación con la vida”, señaló al tiempo que añadió cómo disfrutaban los dos matrimonios amigos de la fina colección de discos que tenía Roberto.
“Julio [Suárez], Bonilla y yo éramos un trío en la Escuela de Artes Plásticas. La amistad de Bonilla era una amistad real, sin pretensiones. Era muy auténtico; un artista muy verdadero”. Así me lo describió Wilfredo Chiesa, otro de los destacados miembros de la segunda generación de pintores abstractos en que se incluye a Roberto junto con Julio Suárez, Carmelo Fontánez, Jaime Romano, Marcos Irizarry, Lope Max Díaz, Raúl Zayas López y Paul Camacho, entre otros. Describió Chiesa el profundo nivel cultural de Roberto y su gusto por los “poetas malditos” y por Kerouac. Recuerda la gesta del grupo de pintores abstractos de separarse de lo que se esperaba entonces de los pintores de la isla (trabajar el realismo y la figuración), para explorar un nuevo lenguaje, incomprendido por muchos. Sobre eso, Wilfredo había abundado en el documental Bonilla Ryan, la aventura abstracta (2005), de Producciones Lente Roto, en el cual señaló que cuando conoció a Roberto en 1968, la Escuela de Artes Plásticas era muy rígida, con un currículo que no ofrecía lo que a los pintores abstractos les interesaba, por lo que tuvieron que crear un nuevo currículo. Al destacar el conocimiento que Roberto tenía de artistas de vanguardia, que sus compañeros en su mayoría no conocían, Chiesa reconoce: “Bonilla fue el primero”.
Carmelo Fontánez, por su parte, me comentó: “José Roberto era buena persona y buen artista. No se le ha dado el reconocimiento que merece”, para añadir que tampoco se le ha dado el debido reconocimiento a esa generación de artistas. Dice que el reconocimiento que hayan podido alcanzar responde a que “somos bravos”. Similar apreciación había articulado Nelson Rivera en su ensayo “La abstracción y las estéticas nacionales: El conflicto entre el arte puertorriqueño y el arte estadounidense”, que forma parte de su libro Con Urgencia, Escritos sobre Arte Puertorriqueño Contemporáneo, publicado en 2009 por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. El doctor Rivera expresa en la página 20: “La abstracción se incorpora plenamente a los debates culturales puertorriqueños en la década de los sesenta. La cantidad de practicantes creció, aun fuera del área metropolitana de San Juan. Los artistas abstractos comenzaron a exhibir su trabajo con una regularidad creciente en exhibiciones y certámenes internacionales de arte”.
Fontánez lamenta la incomprensión de que fueron objeto los artistas abstractos de su generación, evocando principalmente a la fenecida crítica de arte Marta Traba y sus ataques a quienes ella entendía copiaban lo que se hacía en New York. Expresa Carmelo, sin embargo, que “hicimos una exploración que se ha devaluado porque se privilegia el realismo, la lucha, lo nacional”, y asegura que se olvida que desde el lenguaje abstracto puertorriqueño se cuajó una abstracción que no era igual a la de los expresionistas abstractos norteamericanos. “La abstracción de Puerto Rico es diferente”, acotó Carmelo, destacando que hay referentes figurativos que la dotan de contenido y significado, distando mucho de ser “una abstracción alocada”. El doctor Rivera parece coincidir con Fontánez cuando, en la misma página 20 de su ya citado libro, expresa: “Si bien existen conexiones evidentes entre el arte abstracto producido localmente y su contraparte internacional, la abstracción puertorriqueña se inclinó más hacia la pintura técnicamente ‘bien hecha’, evitando, con pocas excepciones, lo accidental y las composiciones aparentemente azarosas de los ‘action painters’. De este modo, los abstractos puertorriqueños se mantuvieron fieles a la exigencia local de la obra técnicamente lograda como prueba imprescindible de maestría y profesionalismo artístico”.
Roberto fue un poeta visual, haciendo de la luna su musa mimada. En el ensayo Redescubriendo a Bonilla Ryan, uno de nuestros mejores pintores abstractos, escrito por Adlín Ríos Rigau como parte de la muestra Homenaje Póstumo, que se llevó a cabo en la Galería de la Universidad del Sagrado Corazón, esta cita de los papeles dejados por el artista:
“‘¿Por qué las lunas? Las lunas me permiten pintar directamente como expresión abstracta subliminar y ejercer ahí mi intelecto visionario’. Este tema fue recurrente en su obra, desarrollado desde temprano en su carrera y explorado con ahínco hasta su muerte. Nuestro artista escribió de los paisajes lunares el 21 de abril de 1997:
‘se afirma
un mundo
pero es un mundo
del espíritu
un mundo libre
para que el espíritu
corretee a su antojo
porque es solo en
el Espíritu
y desde el Espíritu
donde se puede ser libre’”.

Es menester aclarar que aunque Roberto trabajó una abstracción pura y gestual de línea y color en muchas de sus piezas, el referente figurativo que tantas veces utilizó no le aparta de la abstracción, como él mismo entendía. De hecho, en el catálogo de su segunda muestra individual realizada en la Cruz Azul de Puerto Rico, se escribió sobre los “paisajes lunares” de Roberto, que “están muy cercanos a la no figuración”.
Como observara Juan Antonio Gaya Nuño sobre la pintura de Julio Rosado Del Valle, las lunas de Roberto “…esencializan su forma, la gritan en esquemas poderosos y construidísimos, convertida la superficie del cuadro en proyección de una verdadera osamenta de lo representado”. Así lo escribió en la página 162 del libro La Pintura Puertorriqueña, publicado en 1994 por el Centro de Estudios Sorianos. Las lunas de Roberto hacen recordar lo que dijo Eugenio Fernández Granell sobre la abstracción de Rosado Del Valle, la cual describiera como una “pintura de instantes”, en que se encuentran “…los instantes sobrecogedores en que ‘el sueño del gato sol se ve por dentro’, en que ‘la gallina es una anunciación’, en que ‘se vislumbra la conversión de las llamas de fuego en prismas de cuarzo’. O ‘el instante cumbre en que se funden roca y árbol’”. (Citado por Gaya Nuño, ob cit., páginas 162-163).
No debe desentenderse el espectador, además, de que Roberto, al gestar su abstracción, indefectiblemente le imprimía su muy cultivado intelecto integral. Percibimos en ese renglón a Roberto como heredero directo de Robert Motherwell, sobre quien el crítico de arte australiano Robert Hughes destacó que encontraba contenido para sus pinturas en sus sensibles reservas culturales:
“‘A weakness of modernist painting nowadays’, Motherwell wrote in 1950, ‘especially prevalent in the ‘constructivist’ tradition, is inherent in taking over or inventing ‘abstract’ forms insufficiently rooted in the concrete, in the world of feeling where art originates, and of which modern French poetry is an expression. Modernist painting has not evolved merely in relation to the internal structure of painting…’ The Symbolist ideal of direct equivalences between sound, colour, sensation, and ideated memory struck Motherwell as one of the supreme achievements of culture- the password to modernist experience. It shows at every level of his work, not by rote, but almost instinctively- though the ‘instinct’ comes from sedulous cultivation”. Robert Hughes, The Shock of the New, Alfred A. Knopf, Inc., New York, 1980, 1991, página 161.
Sin duda, como su tocayo anglosajón, Roberto ancló su abstracción no solo en la estructura interna de la pintura, sino en el mundo de pensamientos, sentimientos y sentidos que el artista acariciaba, incluida la música, la poesía modernista, su propia poesía, y la fina crítica de arte que cultivó. Como Motherwell, discurría de la música a la pintura, y de la pintura a la filosofía (Mary Ann Caws, Robert Motherwell with Pen and Brush, Reaktion Books Ltd, Londres, 2003, página 24).
Luego de este recorrido, me invito a viajar en el tiempo y visitar el estudio del amigo. Contemplo absorto una tela roja, encandilada, seducida a fuego lento bajo el influjo de la Novena Sinfonía de Gustav Mahler. Veo a Roberto en el más absoluto trance, aplicando pinceladas en suave adagio —casi en opresivo silencio— que van in crescendo y desembocan, junto con el choque aparatoso de metales y el estallido sonoro de la Sinfonía de la Despedida, en la explosión en el lienzo de formas y colores. Es un clima densamente atmosférico, hirviente, sangrante, así como tenebrista y ominoso acentuado por la sobriedad de un negro insondable e inquietante. La luna es representada por el artista en forma irregular, con un rayado nervioso y urgente que parece rasgar el centro de las entrañas lunares.
Parece el astro, por momentos, la masa de un cerebro perturbado, en ansiedad, acelerado en su frenesí y en un obsesivo diálogo interno. Pienso en Kerouac y su incesante corriente de conciencia. Dos formas circulares un poco por debajo de la mitad del plano pictórico, se transforman en ojos que miran con hostilidad, en esa zona entre lo rojo y lo negro. Se insinúa el imperio de la rojinegra luna sobre un misterioso mar negro que provoca una inquietud que es apenas mitigada por tonalidades rosadas. Evoco telúricas imágenes de caminos a Mendieta e impresiones del Mar de Lurín recorridos por el peruano Fernando de Szyszlo; de algunas de sus estampas oscuras e inquietantes. Sin embargo, mientras Szyszlo enfoca sus miras en caminos de tierra y mar, Roberto tiende a contemplar senderos celestes.

Poso mis ojos ahora sobre otra pintura, más pequeña que la roja, pero tan poderosa como la anterior. Reminiscencias de Goya, Anselm Kiefer y Antoni Tápies evocan dolor de guerra, aunque Tápies anuncia también el ansia de redención. Reflexiono sobre esta luna herida en la tela, con la forma irregular de algo parecido a una cruz en su frente, y pienso que Roberto entendía a Tápies, quien presentaba la cruz como símbolo que anuncia el límite del conocimiento humano y el espíritu. Para Roberto, esa cruz se levanta dentro de una nerviosa circunferencia, cobijada por un casi etéreo manto blanquecino. ¿Es esa sugerencia de cruz y luz al centro de la luna un grito que pide ayuda divina?
Se despliega la luna en un firmamento agitado, revelado en febriles tachonazos amarillos, blancos y rosados que rasgan el lienzo oscuro del firmamento en la noche. Un paisaje de Still parece sugerirse, con la luna emergiendo sobre la enérgica atmósfera que la acompaña en el espacio celeste, o quizás, simultáneamente en lo bajo del firmamento se besa con la maleza de un paraje rural que también parece rasgar el lienzo.

Para apaciguar el aire de turbulencia que provoca la pieza, dirijo a Roberto a En el principio: Génesis, a ese momento inicial de todo, en que los elementos son creados y ordenados en el silencio y la quietud solemnes luego de emitirse la palabra creadora. Hay azul de cielo y de mar, iluminado por una recién estrenada luna. Observo el imperio del azul en muchas de sus obras y, al igual que el artista le dijera a Álvarez Lezama hace años en La Bombonera en El Viejo San Juan, me señala que el azul es “¡Por Mallarmé!”. Me declama del poema L’ Azur de Mallarmé: “El azul triunfa, y escucho cómo canta en las campanas. Oigo, alma mía, su acento”.
Escucho ahora los melifluos acordes de Luiz Bonfá, mientras veo a Roberto rasgar en el lienzo los acordes de un vibrante mapa de colores en que ahora no hay luna, ¿o, quizás, la diurna se insinúa en el paisaje? Atardecer en Bahía exhibe un joie de vivre entremezclado con melancolía en las horas vespertinas en la ciudad carioca. Es un espléndido paisaje de azules, rojos, amarillos, blancos y marrones danzantes que se desdibujan como cuando los paisajes se ven reflejados en el agua. Es paisaje de almíbar, lúdico, de un artista con la sensibilidad de captar el corazón y alma toda de un sentimiento humano que conjuga la quietud y la ebullición rayana en explosión sensorial y emocional.
Contemplo su radiante Luna Boreal, y recuerdo la apreciación de Jaime Romano cuando me expresó que Roberto “trabajaba seriamente, con una elegancia enorme”. Me deleito cuando recuerdo a Jaime destacar la “gran capacidad técnica” de Bonilla Ryan, y “cómo utilizaba esa técnica para lo que quería decir”, para entonces sintetizar su sentir con el finamente melodioso pensamiento de que “de artista a artista, yo respetaba su obra”.

Ya en este punto de mi transitar y reflexión sobre la obra de Roberto, y la de otros de su generación, me deleito en la personalidad artística de cada uno. De Roberto, ya he hablado bastante. Wilfredo Chiesa y Julio Suárez pulsan armoniosamente la cuerda del diseño y la línea, siendo Chiesa un artista que balancea más el diseño arquitectónico y la emoción. Sus elegantes transparencias y coqueteos espectrales se ven de algún modo contenidos por su deliciosa geometría que balancea pensamientos y emociones. Julio, por su parte, provoca admiración por su limpieza lineal y tratamiento inmaculado pictórico con su exquisito minimalismo. Sus obras inspiran serenidad y quietud, dotando de contenido y belleza la casi nada de la materia.
Carmelo Fontánez es el hombre de la mancha, con evidente gusto por el color, logrando exuberantes explosiones cromáticas y privilegiando lo orgánico y la naturaleza. Jaime Romano, por su parte, es erudito y poeta, con una tendencia a lo sutil aun en las superficies más rugosas. Su obra es urgentemente táctil y seductora, muchas veces con la sabia utilización de recursos extra pictóricos que enriquecen la narrativa plástica evocando en tantas ocasiones narrativas literarias.
Lope Max Díaz es arquitectónico y constructivista; Marcos Irizarry es elegante arqueólogo plástico; Paul Camacho, geométrico, óptico y lúdico con el color y las formas; y Raúl Zayas López, casi un fauvista de tiempos recientes.
Estimo la obra de Roberto como esencial en nuestra plástica. Sospecho, sin embargo, que la falta de vida física, el no tener un cuerpo de carne y hueso y unos ojos que miren frente a frente los ojos del espectador, y el no contar con el impulso de alguien que, enamorado de su obra, se comprometa con ella y la muestre orgulloso en sociedad, puede llevar a invisibilizarla y dejarla en el recinto privado de unos pocos enamorados. Recuerdo a Bécquer cuando, con el corazón en la mano, dijo: “No sé; pero hay algo que explicar no puedo, algo que repugna aunque es fuerza hacerlo, el dejar tan tristes, tan solos los muertos”.
Como a Bécquer, a mí también esa indolencia me repugna, por lo que te digo en esta hora: Misión cumplida, amigo. Ten la certeza de que aunque en la prisa insana de este mundo parezca que no se te recuerda, mientras se hable de poetas de color, forma y sentimiento en el lienzo, el fulgor de tu luna nunca se apagará en algunas almas con cuerpo que todavía revoloteamos por aquí. Descansa en paz.
Sobre el autor: Luis Cotto Román posee un bachillerato en Comunicación Pública de la Universidad de Puerto Rico y un grado de Juris Doctor de la misma institución. Actualmente, ejerce su práctica privada de abogacía. Previo a ello, ocupó cargos en el servicio público en Puerto Rico. Cotto Román es coleccionista de arte, pero principalmente aficionado a su historia, lo que le ha motivado a plasmar ocasionalmente por escrito sus impresiones sobre artistas individuales y muestras de arte. Ha escrito y publicado varios ensayos sobre artes plásticas en Puerto Rico en revistas como Art News y Visión Doble, donde se publicó su ensayo Memorables Encuentros y Desencuentros en Fundación Casa Cortés.