El pasado mes de abril el Museo y Centro de Estudios Humanísticos de la Universidad Ana G. Méndez presentó una muestra de desnudos de la Colección Cortés que reunió obras de artistas puertorriqueños en diálogo con piezas de artistas del Caribe y de otras partes del mundo
El Museo y Centro de Estudios Humanísticos de la Universidad Ana G. Méndez, dirigido por la doctora Irene Esteves Amador, presentó en los meses de abril y mayo una magnífica exhibición titulada “Vestiduras de la piel. Desnudos de la Colección Cortés”. Comisariada por Adlín Ríos Rigau, la muestra reunió pinturas, obras gráficas, dibujos, fotografías y un objeto escultórico. La selección, un tanto abigarrada, estuvo dividida en seis ejes temáticos: Parejas, Apropiaciones de la Historia del Arte, Frutas y animales, Mirada que confronta, Identidad obviada y lo Erótico. A lo largo de la sala del museo, el contrapunto o piedra de toque fueron los desnudos de artistas puertorriqueños, que se entremezclaban y dialogaban con sus congéneres caribeños, latinoamericanos y de otros lares. Vistas en su conjunto, las obras seleccionadas suscitaban ideas en torno al fantasma de Picasso y el “otro” en nuestro concepto de la modernidad, la profunda afinidad entre el arte caribeño y el surrealismo, el humor, el erotismo y, por último, temas espinosos de identidad.
“Una exhibición sobre desnudos no puede sustraerse al espectro de lo erótico. Mirar cuerpos desnudos despierta el deseo, aún si esos cuerpos son ‘vestiduras’ como bien señala el título, invenciones artísticas y no cuerpos reales” - Mercedes Trelles Hernández
Al entrar a las salas del museo recibía al espectador un óleo del pintor ponceño Miguel Pou. Titulada “Descanso” (1933), la pintura es un ejercicio académico pintada con modelo. La obra muestra una mujer desnuda y acostada diagonalmente sobre un mantón de Manila, de manera que su cabeza y brazos quedan en el primer plano y el resto de su cuerpo se coloca en escorzo alejándose del espectador. De colores más bien oscuros, a excepción de la piel rosada de la modelo, la obra establece tanto un horizonte de referencia –en el Puerto Rico de principios de siglo XX gusta España y el arte tradicional– como un cierto gusto por el erotismo velado. Hay algo en el fondo de cortinajes verdes, en la posición de las piernas un tanto entreabiertas y sobre todo en la cabeza ladeada y de ojos cerrados de la modelo, que establece un sentido de apetencia sexual disfrazada bajo el manto del arte.
En total proximidad y contraste, la muestra coloca la pieza “Experiencia humana o comida para ratas” (2007) de Elsa María Meléndez. La obra consta de tres paneles de plexiglás que han sido grabados e incluyen xerografías adheridas en su superficie. En cada uno de los paneles vemos fragmentos de un cuerpo femenino desnudo, el central siendo un autorretrato de la artista. Hay aquí un contraste total con el desnudo de Pou: los materiales son nuevos, los cuerpos se alejan de la idealización para representar tanto órganos sexuales como corpulencia, pero, sobre todo, hay ratas por todos sitios. La pieza rezuma ironía y humor negro, tanto por el título (¿acaso su significado es el de un memento mori?), como por las caras de las modelos, una de las cuales lleva gafas y nariz de payaso. El desnudo, en manos de una artista de principios de siglo XXI, se vuelve un arma inquietante para hablar de la mortalidad, la sexualidad, la identidad de género, así como de medios que se escapan y se desvían de la tradición.
Estas dos piezas –Pou y Meléndez–, así como dos piezas adicionales completan la antesala a la muestra: el magnífico desnudo titulado “La perra guardiana” (1987) de Myrna Báez, quizás la artífice puertorriqueña que más investigó este género tanto para hablar de sí misma, como para hablar de la tradición artística y de la experiencia femenina, y “Homero en la isla de Falconera” (2014) de Julio Larraz, otro hermoso óleo. Juntas las obras conforman una especie de “opening statement” en el que queda claro que el desnudo es un arte académico y tradicional, pero también erótico, experimental e identitario y sobre todo como una forma autorreferencial que señala el peso de la historia del arte.
Precisamente una de las secciones curatoriales más interesantes de la muestra es la titulada “Apropiaciones de la Historia del Arte”. En esta sección aparece el fantasma de Picasso con una fuerza sorprendente. La obra de Vik Muniz, “Les Demoiselles D’Avignon, After Pablo Picasso (Gordian Puzzles)” (2009), reinterpreta la monumental “Las señoritas de Avignon de 1907” como una fotografía de un rompecabezas, removiendo la imagen del mundo de la pintura y aludiendo a su fragmentación cubista del cuerpo a través de las piezas del rompecabezas. En el óleo de Jaime Colson titulado “Serie época haitiana” (1957) se percibe el fantasma de Picasso a través de la abstracción y el primitivismo, mientras que en una obra inusual de Enoc Pérez se hace una referencia a los desnudos tardíos del maestro. Citado en el catálogo, Enoc Pérez comenta: “Como tantos otros artistas…, siempre he querido pintar mis propios Picassos. Sólo tenía que encontrar la manera.” La sombra de Picasso sobre el mundo del arte se ha ido desvaneciendo poco a poco, pero en el marco de una exhibición sobre desnudos, reaparece con fuerza ya que fue uno de los géneros que más practicó. Aparte de ese homenaje a Picasso, la sección se destaca por sus extraordinarias piezas haitianas, incluyendo “Maitresse Clairmezine” (ca.1947) de Héctor Hyppolite, y “Bathers in a Stream” (1951) de Castera Bazile. Estas obras, más que citar piezas de maestros del pasado como Velázquez o Goya, establecen una tradición distinta, que reta los relatos de la historia del arte Occidental pues presenta distintas formas de mirar, componer y pintar. El “otro” del que se nutre Picasso en su primitivismo, tiene aquí voz propia.
A través de toda la selección de la muestra hay una fuerte corriente surrealista. No se trata de artistas que pertenecen formalmente al movimiento, aunque Héctor Hyppolite, por ejemplo, fue declarado “surrealista” por Bréton a su paso por Haití y Manuel Álvarez Bravo también exhibió con ellos. Más bien es el espíritu de lo irracional y el misterio, amén de la relación del cuerpo con nuestros deseos ocultos, nuestros traumas y nuestros tabúes. Independientemente de la sección que ocupen en la curaduría, muchas de las piezas incluídas aquí coquetean con el absurdo. Es el caso de Williams Carmona y Rafael Trelles, ambos interesados abiertamente en el movimiento, pero también del jamaiquino Roy Reid, cuya pieza “Sin título” (1982) alude al misterio y a lo sagrado, o de la pintura “Fish Woman” (1969) del mexicano Francisco Toledo que utiliza diseños y tradiciones indígenas para crear una pintura que referencia el mundo animal y sobrenatural. Y aunque ni el salvadoreño Walterio Iraheta, ni el colombiano Federico Uribe se consideren a sí mismos surrealistas, su trabajo invoca el estilo, el primero por la yuxtaposición de imágenes contradictorias y el segundo, creador del único objeto escultórico de la muestra, por su parentesco con los objetos surrealistas y el poder del “object trouvé”; en este caso una amalgama de juguetes de plásticos que conforman un torso de mujer. En el campo de la historia del arte latinoamericano las referencias al surrealismo y a lo irracional últimamente son mal vistas. Sin embargo, a lo largo de esta muestra queda clara cuán fuerte es la afinidad por esta estética y cuán repartida por todo el continente.
La Fundación Cortés es, claramente, riquísima en sus fondos. Posee una colección extraordinaria de piezas haitianas de muy alto calibre, amén de cubanas, dominicanas y puertorriqueñas y otras del gran Caribe. La sorpresa de esta muestra, sin embargo, es la existencia en los fondos de la colección de piezas americanas, japonesas, rusas e inclusive una sudafricana. Estas obras –fotografías y dibujos– conformaron los momentos más curiosos de la exhibición. Paseando por la sala, “Kaori” (2004) del artista japonés Nobuyoshi Araki, llama inmediatamente la atención. La pieza recuerda “L’Origine du Monde”, el controversial desnudo de Gustave Courbet que representa tan sólo un pubis femenino. En “Kaori” una mujer vestida con kimono rojo aparece en escorzo fotografiada desde arriba. La parte superior de su cuerpo está cubierta por un kimono estampado con garzas blancas, mientras la parte inferior, incluyendo el pubis de vellos negros y las piernas, queda expuesta. Un juguete de plástico que reconocemos como Godzilla, queda posicionado al lado del muslo izquierdo, como si se asomara a ver su lujosa pilosidad. (De paso, la palabra Kaori significa fragancia, lo que le da aún otro significado jocoso a la pieza). El contraste, ya que tanto Godzilla como el kimono delatan un interés en hablar de cultura y nacionalidad, con el resto de las piezas de la muestra crea un estímulo en el espectador, arranca una carcajada. Y hay otras obras que se destacan por su sentido del humor. De hecho, dos pequeños dibujos de la artista rusa Ebecho Muslimova que se encuentran casi al final de la muestra vuelven a romper con el tono de la exhibición. Se trata de una obra caricaturesca que para mí fue toda una revelación, en particular el primer dibujo que representa un niño con tijeras recortando un topiario con forma de mujer. El niño es el personaje de la película Edward Scissorhands y utiliza sus manos-tijeras para abrir un hueco en el topiario que corresponde a la vagina. Asomado a la apertura que sus manos-tijeras forman, este pequeño dibujo, como la foto de Akari atina al hacer referencia al misterio del sexo femenino, su aspecto escondido, la profunda curiosidad que nos inspira el cuerpo.
Una exhibición sobre desnudos no puede sustraerse al espectro de lo erótico. Mirar cuerpos desnudos despierta el deseo, aún si esos cuerpos son “vestiduras” como bien señala el título, invenciones artísticas y no cuerpos reales. No debe ser casual que dos elementos inciden en la capacidad de estas obras de convertirse en “eróticas”. El primero es el medio. Hay en la muestra muchas fotografías. Y la fotografía retiene siempre un vínculo entre el cuerpo representado y el cuerpo real. Más aún, la historia de la fotografía incluyó, desde temprano, un interés en la pornografía. De manera que en las fotografías incluidas en la muestra se siente una fuerte carga erótica. No solo en “Kaori”, sino también en la hermosa foto de Brett Weston, “Underwater Nude” (1981) que establece una gran sensualidad al presentar la piel del desnudo femenino surcada por líneas blancas que reflejan el movimiento del agua en la que está sumergido. Pasa algo similar con la foto de Ralph Gibson, “Sin título” (2012) en la que se ve un pecho y parte del perfil de una mujer, foto que se concentra de forma casi obsesiva en las líneas curvas y el volumen representado mediante intensas luces y sombras. El segundo elemento que incide en la carga erótica de las piezas es la representación del tacto. En ese sentido la gráfica, que es un medio de texturas diversas, es un vehículo ideal y las obras de Susana Herrero Kunhardt particularmente hermosas pues la superficie de sus aguafuertes despierta en el espectador una curiosidad por sus texturas que se refleja en lo representado en las obras: cuerpos desnudos en donde hay contacto táctil.
En el contexto actual, una exhibición dedicada al desnudo puede ser una propuesta difícil. En América Latina hubo pocas academias que permitieran el desnudo de modelos femeninas (solo la Academia de San Carlos en México lo permitía en el siglo XIX) y en Puerto Rico, donde no hubo academias, varias exhibiciones de desnudo se enfrentaron a críticas y censuras a lo largo del siglo XX, incluyendo una de Susana Herrero. Más aún, el cambio del cuerpo considerado hermoso en el arte occidental del masculino al femenino (esto sucedió en el Renacimiento y el cambio también incluyó mayor interés en la pintura) puede traer consigo temas dificilísimos como la desigualdad entre los géneros y la objetificación y comodificación del cuerpo femenino. Añádase a la problemática de la exhibición que la colección es principalmente de arte caribeño, donde el desnudo femenino no necesariamente se ajusta a imágenes de cuerpos blancos, y estamos ante una propuesta de gran relevancia. La curadora de la muestra resuelve muchos de estos asuntos mediante el título de la exhibición, que enfatiza el artificio del género del desnudo, amén de su inclusión robusta de mujeres artistas desde temprano en la exhibición: tanto Elsa María Meléndez como Myrna Báez reciben al espectador y establecen contrastes entre la mirada masculina y la mirada femenina. Por último, en cuanto a la racialidad se refiere, la exhibición no dialoga directamente con este tema, pero sí incluye numerosas imágenes que le plantean al espectador inquietudes y dificultades. Es el caso de la extraordinaria fotografía de Flor Garduño, “Edén” (2001) en la que aparece una pareja de mujeres desnudas, una blanca, una negra, sosteniendo entre ambas una hoja de gran tamaño que oculta parcialmente la cara de la mujer blanca y totalmente la cara de la mujer negra. La mujer blanca se toca un pecho, en un gesto familiar a la historia del arte y mira con un ojo, lo que plantea preguntas sobre las referencias que tenemos para el cuerpo femenino negro y cómo y sí le adscribimos individualidad, cara, ojos que devuelven la mirada.
“Vestiduras de la piel. Desnudos de la Colección Cortés” es una muestra extraordinaria. Por momentos la exhibición se asoma a temas intensamente debatidos en torno al cuerpo –una obra del artista puertorriqueño Nelson “Nel” Figueroa titualda “Mikaela” (2022) parece aludir a la comunidad LGBTQI, como lo hace también la foto de la artista sudafricana Zanele Muholi que complica el tema con la racialidad, amén de la pieza homoerótica de Jotham Malavé Maldonado– pero su interés principal es la de explorar un género que tiene sobre 500 años de historia y que, al menos en Puerto Rico, ha sido objeto de varias controversias. El resultado es una experiencia riquísima y llena de contrastes. En ella, el espectador puede seguir el guion curatorial y a la misma vez crear sus propias conexiones y plantear nuevas preguntas, incluyendo la relación entre el cuerpo, el paisaje y la colonialidad –la icónica foto de Víctor Vázquez, “El pan nuestro” (1998), y la extraordinaria foto de Norma Vila Rivero, “El debate con los árboles define la identidad de El Morro” (2019), sugieren una intensa relación entre el cuerpo y la política–, la relación entre racialidad, objetificación y modernidad (las piezas de Rafael Ferrer, Gustavo Peña e Inés Tolentino incluidas en la sección “Mirada que confronta” plantean un contraste tan marcado que vale la pena interrogarlas más a fondo) y por supuesto el rol de las artistas mujeres en crear una contrapropuesta al desnudo. La exhibición cerró al público el 20 de mayo, pero cuenta con un excelente catálogo en el que aparecen todas las piezas de la muestra que permite seguir pensando estos temas.
Sobre la autora: Mercedes Trelles Hernández es catedrática asociada de Historia del Arte en la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras. Obtuvo su doctorado con especialidad en arte moderno latinoamericano de la Universidad de Harvard. Sus temas de investigación incluyen el arte Pop en América Latina, la fotografía y el arte de Puerto Rico y el Caribe. Ha trabajado como curadora de la colección del Museo de Arte de Puerto Rico (2000-2003) y como curadora independiente y ha sido consultora para exhibiciones internacionales como “The World Goes Pop” (2015) en el Tate Modern y “No existe un mundo poshuracán: Puerto Rican Art in the Wake of Hurricane María” (2022) en el Whitney Museum of American Art. Actualmente forma parte del primer grupo de estudiosos de la iniciativa de Hunter College y la Mellon Foundation, “Bridging the Divides, grupo de estudio de descolonización”.
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