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Plasmar el viento según el artista Pablo Rubio

Jorge Rodríguez Acevedo visita la casa/taller del artista, quien reflexiona sobre su vida y su carrera


(Foto suministrada por Jorge Rodríguez Acevedo)
(Foto suministrada por Jorge Rodríguez Acevedo)

El viento, lento, se mueve en silencio por la falda del Yunque. Entra por el portón, por las ventanas, cursa por los pasillos hasta llegar a su casa/taller. Ahí, en el movimiento del aire, se resguardan las líneas de Pablo Rubio. 


Un pequeño puente techado conecta ambas alas del espacio donde vive y trabaja el artista. Para llegar hasta aquí, estacioné el auto cerca de la entrada y bajé caminando. Mientras me acercaba, a lo lejos, observé su figura: larga, alta, ágil, con una gran cabellera blanca recogida hacia atrás. Todo lo que hay aquí lo construyó él mismo. Hay metal usado en abundancia junto al cemento, pero, sobre todo, hay escaleras. Abundan como un laberinto nacido del pensamiento: si el soplido del viento fuera visible, también sería un laberinto.


Pablo Rubio en su casa/taller, mostrando una de sus obras. (Foto suministrada por Jorge Rodríguez Acevedo)
Pablo Rubio en su casa/taller, mostrando una de sus obras. (Foto suministrada por Jorge Rodríguez Acevedo)

“Cuando yo empecé a pintar y dibujar, a los ocho años, me llevaron a conocer al viejito Ramón Frade. Era primo hermano de mi abuelo, por parte de padre”, rememora Rubio. Recuerda la visita al artista en Cayey, a alguna distancia de su natal San Juan de 1944. La casona en madera era amplia, con una gran escalera que ascendía a su entrada, envuelta en su balcón criollo. Era cotidiano para su familia el contacto con las artes, por ejemplo, del lado de su madre se encontraba el poeta Evaristo Rivera Chevremont. Para ellos, “no era algo raro que alguien quisiera morirse de hambre siendo artista”, dice con una sonrisa.

Su primera maestra fue María Teresa Lomba, pero “era copiando y a mí no me gustaba”. Todo cambió cuando lo vio Jorge Rechany, quien lo entrevistó cuando tenía apenas once años. “‘Yo te quiero a ti, tú vas a trabajar conmigo’. Imagínate, a esa edad, Jorge Rechany me llevaba a Ponce para que yo llenara los murales de don Miguel Pou. Lo ayudaba con los espacios grandes”, cuenta el artista. Para 1962, de la mano de Rechany, se encontraría pasando los carbones —las líneas de delineamiento de las imágenes— del mural en mosaico El Movimiento Autonomista de 1887, ubicado entre los arcos superiores de la bóveda del Capitolio de Puerto Rico. “De chiquito, yo veía esas cosas tan grandes, que cuando empecé a hacer mis primeras esculturas, hacía esculturas pequeñas, pero grandes”, recuerda Rubio.


Oficina de Pablo Rubio (Foto suministrada por Jorge Rodríguez Acevedo)
Oficina de Pablo Rubio (Foto suministrada por Jorge Rodríguez Acevedo)

Su padre era mecánico de refrigeración que trabajaba para la industria lechera. Junto a este, Rubio ve el trabajo de los soldadores que habían llegado de Estados Unidos para trabajar en la industria, maravillándose de la perfección de la unión del metal. “Él empezó a conocer todas las fincas y ganaderías”, relata sobre su padre. “Papi estaba en una finca y él era bien alcahuete conmigo. Él vio un barro bien rojo y me trajo dos galones. De esos dos galones de barro rojo saqué un montón de esculturas y se las presenté a José Oliver”.


El doctor Oliver, miraba las piezas, posadas sobre su escritorio en la oficina directiva de la Escuela de Artes Plásticas. Ahí estaba Amantes y Lavandera, en la que los rasgos corporales rayan las formas en el cubismo, en expansiones firmes. Tienen una fuerza de gravitación magnánima, el peso y la amplitud solo volviendo a la conciencia al verse relativas al espacio que ocupan. “Déjame llamar a Homar, ¿usted conoce a Lorenzo Homar? ¿Conoce usted a López del Campo?”, le preguntó Oliver. “Yo no conozco a nadie. Yo soy de aquí, pero estudié arte por mi cuenta, con Jorge Rechany y eso”, respondió. Recuerda el paso rápido corto de Homar al entrar a la oficina, quien inmediatamente examinó las piezas. “‘¿Tú sabes dibujar?’”, fue la pregunta. “Sí, un poquito”, fue la respuesta. 


Lavandera, bronce. (Foto de Jorge Rodríguez Acevedo)
Lavandera, bronce. (Foto de Jorge Rodríguez Acevedo)

Lorenzo Homar lo llevó entonces a trabajar a su taller al comenzar su carrera universitaria en la institución, donde trabajaría de la mano de José Rosa y Avilio Cajigas. Al graduarse, fundaría con estos el taller Iglesias 333, situado en la casa que le rentaba a su tío, la #333 en la calle Iglesias de San Juan. 


“Les hice moldes y las vacié en yeso. Muchas de las que presenté todavía las tengo en yeso. Esta, a los años, la pude sacar en bronce”, dice mirando Lavandera, un pequeño bronce ubicado en su sala. El espacio tiene la marca de la labor incesante, meticulosa, pero a su vez, de los recuerdos que carga cada pieza: la efigie de su esposa, modelada; las obras en madera que se convirtieron en bronces; los bocetos, que se erigen como obras en sí mismas; los recuerdos de los amigos que ya no están presentes: Rivera Rosa, Marín, Balossi, Dirube, López del Campo. 


Obra de Pablo Rubio (Foto suministrada por Jorge Rodríguez Acevedo)
Obra de Pablo Rubio (Foto suministrada por Jorge Rodríguez Acevedo)

“Mira, esta es la maqueta de Coucher de Soleil, la que está en Guadalupe”. Sobre la mesa, la esfera dorada parece balancearse sobre la larga curva de acero inoxidable, mimetizando el movimiento del sol, de los astros en sí mismos, con el curso de la bóveda celeste vista sobre las colinas. Salimos camino hacia el taller. Le llaman la atención los pájaros que anidan en una palmera cercana, saliendo momentáneamente de su cúspide para volver a entrar a ella.


Su taller es un espacio amplio, abierto, con un segundo nivel a modo de andamio, para subir y apreciar la obra desde la lejanía. Las máquinas, el equipo pesado, los compresores, la cortadora de plasma, se posan a nuestro alrededor de manera estratégica. Toda su obra escultórica la hace allí, todos los monumentos se atan a su tierra. “Todas estas máquinas fueron suerte. Tengo un amigo que tenía una fábrica de puertas de aluminio y se iba para Estados Unidos. Me llamó por teléfono, hace como cuarenta años, y me dice, ‘Pablo, te doy todo el equipo que tengo bien barato’. Yo voy para allá a verlo, pero no tenía el dinero suficiente. Me dijo: ‘para eso somos amigos’”, rememora.“Nos conocimos muchos años antes, porque él, en un inicio, estuvo en construcción, como yo. Aunque tenía bachillerato, hacía lo que apareciera si no se vendía arte. Tenía que comer”, cuenta.  


Una grúa de brazo largo se sitúa en la entrada. “Traigo la grúa para acá, la flatbed (sic.) se estaciona allí arriba, y vamos moviendo los módulos de treinta toneladas, así movimos Estrella del Norte”. Sus curvas aluden a “cuando coges una piedra, un chinito de río y lo tiras, y rebota”. En cada toque del agua, se generan pequeñas repercusiones, incesantes, culminando en la estrella que apunta al norte magnético.


“Su taller es un espacio amplio, abierto, con un segundo nivel a modo de andamio, para subir y apreciar la obra desde la lejanía. Las máquinas, el equipo pesado, los compresores, la cortadora de plasma, se posan a nuestro alrededor de manera estratégica. Toda su obra escultórica la hace allí, todos los monumentos se atan a su tierra”. — Jorge Rodríguez Acevedo

Hay pequeños recortes de cartón sobre la mesa de trabajo que se ensamblan. “Todo se planifica, del papel al cartón, y ahí se decide si la composición funciona. Uno va evolucionando, tal vez revolucionando. Yo he hecho muchas esculturas figurativas, al principio en cobre y hierro. Si ves ese primer periodo mío, eran abstractos, pero figurativos. Entré poco a poco en la abstracción, siendo cada vez más abstracto”. Medita el artista: “Yo era más abstracto, yo sentía el movimiento más rápido”. El movimiento y el sonido, la sinfonía de lo que nos rodea. Hay una lucha, una guerra fundamental para el artista: la lucha del hombre contra el viento. Y hay un velero, que ha arreglado con el paso de los años, al costado del taller. El mástil está recostado sobre el techo de la casa. No hay motor, eres tú contra las fuerzas, las corrientes, el viento. Dentro de un mundo de crecimiento desenfrenado que aprieta, que fuerza, el velero se mueve de acuerdo al todo.


Pablo Rubio, Jugando con el tiempo, (2008). (Foto suministrada por Jorge Rodríguez Acevedo)
Pablo Rubio, Jugando con el tiempo, (2008). Pintura. (Foto suministrada por Jorge Rodríguez Acevedo)

Y es este movimiento, esta corriente, la que se plasma en los lienzos del maestro. En uno de los cuartos, nos paramos frente a Jugando en el tiempo (2008), la obra se expande sobre un fondo de amarillos claros, en tonalidades múltiples, donde aparecen formas oblicuas, trazos de una morfología particular, pero que recuerda, quizás con un trazo, con una curva zoomorfa, a un animal inmerso en el cosmos, un ave que se desplaza girando por el cielo, el salto de un polluelo desde el nido, incluso un pez desplegándose en el océano. La conmoción en la bóveda celeste. 

Es la fuerza que mueve sin ser vista donde la percepción de la fuerza se vuelve táctil, de sentidos alternos, del mover de los vellos sobre la piel. “¿Cuál es el reto del ser humano?”, cuestiona el artista. “Volar es la pelea”. Se desprende el enfrentarse a las fuerzas, usar la resistencia como impulso.


Pablo Rubio, Faraón, (1967). (Foto de Jorge Rodríguez Acevedo)
Pablo Rubio, Faraón, (1967). (Foto de Jorge Rodríguez Acevedo)

Al otro lado de la habitación, se postra Faraón (1967) un lienzo temprano, donde, en un intercambio de rojos, blancos, y negros, se desarrolla el perfil abstraído del faraón, paralelizando la obra de José Rosa, quien se valió de la estética de la escritura jeroglífica egipcia, de la postura lateral en segunda dimensión.


Pablo Rubio en su oficina junto a una vitrina con pequeños modelos de avión. (Foto de Jorge Rodríguez Acevedo)
Pablo Rubio en su oficina junto a una vitrina con pequeños modelos de avión. (Foto de Jorge Rodríguez Acevedo)

Al cruzar al otro lado de la casa, entramos en su oficina. Estamos rodeados de bocetos, obras, propuestas, pero tras él hay una vitrina con cascos de aviación y pequeños modelos de aviones. Es su pasatiempo, su afición vitalicia: el volar aviones de control remoto. Piensa mucho en Rafael Rivera Rosa, quien falleció recientemente. Junto a él, se iban a los campos a volarlos. A veces se estrellaban, a veces terminaban en los arbustos. Pero era parte de la naturaleza del vuelo, del ser cargado y resistir ante el viento, de luchas en sí mismo. Hay unos versos en Sueños y Volantines de José de Diego, “Sabemos doble más cuando muchachos, | que después que ya somos hombres serios”. Y Pablo Rubio aún aguanta entre sus manos la cuerda de la chiringa, el hilo del capuchino que aprehende el viento. Nos dice José de Diego: “y, móvil siempre en sus "gacetas" blancas | mi perseguido volantín esbelto, | como el astuto gladiador del aire, salía, | al fin de la batalla, ileso”. 



Sobre el autor: Jorge Rodríguez Acevedo es analista, teórico y escritor de temas culturales, enfocado en arte puertorriqueño. Cuenta con un bachillerato en Filosofía de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez, y una maestría en Estudios Culturales y Humanísticos de la misma institución. Se ha desempeñado en la docencia y en la labor museística.

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