Fulgor y deslumbramiento en tiempos de apagón
- Miguel Rodríguez Casellas
- 20 feb
- 12 Min. de lectura
El arquitecto Miguel Rodríguez Casellas profundiza sobre la noche santurcina a través de un recorrido luminoso que empieza en Holanda y termina en las calles de un Santurce en penumbras, portal de escapada para los exiliados de la noche

I.
Pudo haber sido en diciembre. Y con memoria errática calculo que, en 1993, regresando yo de la más larga temporada de ausencia del suelo patrio. Róterdam había sido mi domicilio por casi dos años, y mis ojos se habían acostumbrado a la luz flamenca de los Rembrandt de la vida, producto de la bruma del Mar del Norte en su encuentro con los terrenos anegados de Holanda, así como de interiores cuidadosamente pensados para capturar su tímida belleza. Mis ojos de entonces también andaban sintonizados a la fotografía de diseño de moda, que en esos años de glorificación del esperpento grunge preferían tonos neutralizados y una especie de filtro que emparentaba todos los colores a una misma familia de gris, tirando a frío. La excepción a esa tundra de tristeza invernal, en lo visual, se daba en las sesiones de fotografías de maquetas de la oficina de arquitectos donde trabajaba, la OMA u Office for Metropolitan Architecture, del entonces gurú de mi generación, Rem Koolhaas, un individuo de temple violento que me induzco a olvidar.
Buscando escapar yo del sweatshop de migrantes indocumentados, que es lo que yo era y la mitad de mis colegas en OMA, pedí entre jornadas de trabajo acompañar al fotógrafo de la oficina, Hans Werlemann, en su estudio. Sus sesiones de fotografía transcurrían en silencio. El “ruido” estaba en las maquetas, construidas a manera de lámparas maravillosas cuya luz artificial dirigía el ojo hacia partes destacables del proyecto de arquitectura mientras que invisibilizaba condiciones de contexto, barrios enteros, en el caso de una ciudad europea, con los que Koolhaas andaba ensañado. Esas imágenes de potente capital fantástico pasarían a un equipo de relaciones públicas hasta desembocar en los nichos de una industria predigital de publicaciones.

Las fotos de ese periodo anunciaban los fulgores del “fin de la historia” y la marea de redesarrollos que arroparía centros y periferias urbanas donde el cristal, en transparencias o en translucencias, fungiría como símbolo de la nueva era de capitales líquidos y trabajadores inmateriales, o sea, el follón posfordista, como le llamaba David Harvey. La oscuridad en aquellas maquetas simbolizaba el pasado; el futuro sería ahora resplandeciente, un guiño al Le Corbusier y al Mies van der Rohe de los treinta y a sus tabulas rasas sobre ciudades tradicionales que la modernidad venía a abolir del yugo de la historia. Y es que la historia, como la pintura, ha pasado por muchas declaraciones de fin, borrón y cuenta nueva.
Mi ojo en diciembre de 1993, de visita fugaz al Caribe, había sido condicionado por la utopía de aquellas maquetas (precursoras de la luz digital de las pantallas de computadoras, que a los pocos años dominarían las representaciones de arquitectura), en contraste con la luz tristonamente difusa del típico día holandés.
Estipulo que eran tiempos previos a la proliferación de pantallas y telecomunicación instantánea. Todo eso se estaba cocinando, por supuesto, pero no era parte de la cultura visual del usuario común. Bajo esas circunstancias, los ojos se aclimataban a la atmósfera cotidiana de donde vivieras, con excepciones fulgurantes en el cine y en la televisión, siendo la segunda en los noventa un mejunje de planos de color sin gran definición o alcance tonal.
Así regresé por unas semanas a la casa de mis padres en 1993, y por un breve periodo de dos semanas, percibí un resplandor mágico que nunca he vuelto a experimentar después. Sea por olvido retinal, o acondicionamiento a la bruma holandesa, una gama específica del verde del paisaje tropical, que no todos, secuestró la atención de mis ojos como si de un selecto grupo de plantas emanara luz propia. Recuerdo las isletas de grama brillando cuan bandas de color fosforescentes bajo un “black light” discotequero, en parajes abyectos de carreteras, rótulos y franquicias estadounidenses vendiendo chatarra. A veces, el milagro verde reaparecía en la distancia, en ciertas especies de árboles salpicados entre mogotes y humedales donde nadie pudo construir.
Nadie más veía el fulgurante fenómeno, siendo lo más cercano que he experimentado a la aparición de alguna virgen levitante.
Desde ese momento fundacional, efímero por demás, me interesé en escenarios de diseño donde la realidad se bifurca entre una normalidad inducida por el uso y costumbre, y una trama de excepciones “maravillosas”, como ese verdor que recuerdo; u “ominosa”, por retar la estabilidad del orden de lo real. Aunque pronto dejaría de ver el enigmático verde neón de la naturaleza tropical, por acostumbrarme a él, especulo yo, quedé estacionado en la idea de una realidad violentada por lo que decido llamar “fulgor”. Ese filtro se convirtió en mi marco teórico, y es desde ahí que fui testigo de todas las revoluciones tecnológicas del 1995 para acá, y del legado de luminosidades y escapadas digitales que vino a formar parte de la vida cotidiana.
En ese año noventa y cinco comencé a enseñar arquitectura, y así fue como muchas de estas observaciones encontraron la manera de hacerme inventar aforismos con los cuales explicar a los estudiantes fenómenos culturales y maneras de ver que incidían directamente en cómo pensábamos y experimentábamos la arquitectura.
El primer aforismo, que creo haber acuñado en el 2002, era que, frente al desarrollo de tecnologías digitales de representación, cada vez más sofisticadas, la arquitectura ya no competía contra los límites de la materialidad, sometida a un universo explicado por la física, sino que eran los materiales quienes debían ahora articular propiedades afines al efecto digital, o sea, que los edificios estaban obligados a competir con, o al menos aproximarse a, su representación virtual. El fenómeno trastocaba el tipo de peritaje que las oficinas de diseño valoraban en nuevos arquitectos, al punto de que, si eras habilidoso construyendo representación virtual de edificios e interiores, resultabas más valioso para la empresa que si tenías capacidad técnica para construir esos mismos edificios e interiores con materiales plagados de limitaciones y defectos.
El diseñador del siglo XXI tenía que ser capaz de producir artefactos que pudieran igualar, o exceder, la promesa de su representación virtual.

A lo largo de mis clases, y según proliferaban nuevas tecnologías de postproducción, como serían los filtros instragrámicos, y más recientemente la inteligencia artificial, junto al avance de teléfonos inteligentes, con mejores cámaras, y mayor tiempo de exposición a lentes y pantallas, dije que el asunto de una arquitectura compitiendo “contra su propia virtualidad” sería ahora aplicable a las personas, y hasta llegué a afirmar que tecnologías de intervención cosmética vendrían a ajustar el rostro para tratar de igualar lo que el recurso digital logra hacer de él en postproducción. El Botox paralizador, los rellenos, los implantes, las cirugías con más o menos nivel de violencia invasiva serían cada vez más comunes, pues un tipo de body dysmorphic disorder colectivo dominaría nuestra capacidad de ver y vernos en anticlimática disputa con la versión digital de nuestro cuerpo, estampa y paisaje.
Entre 2009 y 2014, me interesé en el diseño de interiores, pues era donde primero detectaba el advenimiento de este body dysmorphia colectivo –o desfase entre el hecho y su representación mediatizada–, aplicado ahora a materiales, tecnologías de luminosidad y atmósferas de excepción a la rutina. El éxito de estas arquitecturas del interior se mediría por su habilidad para abrir la experiencia a lenguajes de fantasía. Lo maravilloso sería el tono de estos lugares espectacularizados, y su luz cada vez más se alinearía a las necesidades de cuerpos y rostros remodelados según las convenciones de la creciente industria de arreglos cosméticos.

El segundo aforismo, que creo haber escupido de mi boca por primera vez entre 2010 y 2012, o quizás antes, salió de mis diálogos difíciles con Puerto Rico. Es posible que la exposición al psicoanálisis me apertrechara de metáforas patologizadoras con las cuales ponerle el sello a la realidad que se desplegaba ante mis ojos. De ahí nació lo que para algunos suena a sentencia antipática, y que resumo de la siguiente manera: en Puerto Rico no nos une el deseo de ser, sino la voluntad de no estar. A lo que añado que el diseño aquí, desde las primeras tomas de conciencia de una identidad singularizable, se ha esmerado mucho más en ignorar la realidad, o escapar de ella, que en cualquier acto de reafirmación de una esencializada puertorriqueñidad.

Puedo entender por qué cae tan mal mi observación de etnógrafo aficionado, en un ambiente de colonialidad, y frente a entramados de gestión cultural, sus mitos identitarios y las presiones de los centros de financiamiento externo de la cultura adictos a la narrativa del sujeto victimizado sin agencia. De ahí la dificultad de mis diálogos con Puerto Rico. Para mí, observar destempladamente, sin miedo a lo que muta o a las rupturas y reclamos de continuidad que nuevas generaciones introducen, es parte de mi trabajo, aún fuera de los confinamientos académicos y las sin fines de lucro, un mundo del cual soy un interlocutor escéptico.
Que el país prefiera evocar otra cosa, una escapada, una fuga –“tienes que ir a ese sitio, es bello, parece que no estás en Puerto Rico”–, antes que fijar un lugar fundacional al que retorna, me parece un rasgo indispensable del temperamento boricua. La fuga ha sido resistencia a las camisas de fuerza folcloristas que el ojo anglo continúa imponiendo para su postal turística, como también ha sido el recurso defensivo y cimarrón de salir corriendo y dejarle el canto al que sea, cuando las cosas se ponen malas.
Y es precisamente de lo “malo” que intereso hablar.

II.
Nada me preparó para la maldad de mi segundo retorno, a treinta años de aquellos verdes fulgorosos de 1993. Caminaba en la penumbra metemiedo de un Santurce sin infraestructura pública de luz. Energía había, en ese marzo del 2023, lo que no había eran farolas operantes. De inmediato, supe que esta oscuridad negligente era intencional, y que en la noche de Santurce se había instalado, por tiempo indefinido, el ojo policial de los toques de queda pandémicos, criminalizando a los que la transitábamos, coqueros, bandidos y borrachos todos, pienso yo, ante los ojos de un estado que entiende que las personas decentes pertenecen a su casa.
Sin tiempo para construir aforismos, ni salón de clases donde compartirlos con estudiantes curiosos, me vi en la posición de apuntar mentalmente lo que observaba.
De una parte, iluminar la noche era ahora un asunto de poder adquisitivo. Un negocio no solo tenía que proveerles luz a sus interiores operacionales, sino también a la acera circundante, y esa carga onerosa garantizaba largos tramos de oscuridad urbana. De otra parte, aquellos locales con suficientes recursos para iluminar e iluminarse, mostraban estrategias de ambientación atmosférica mucho más sofisticadas que mis recuerdos del 2013, el año que me autoexilié en Australia.

"Nada me preparó para la maldad de mi segundo retorno, a treinta años de aquellos verdes fulgorosos de 1993. Caminaba en la penumbra metemiedo de un Santurce sin infraestructura pública de luz. Energía había, en ese marzo del 2023, lo que no había eran farolas operantes. De inmediato, supe que esta oscuridad negligente era intencional, y que en la noche de Santurce se había instalado, por tiempo indefinido, el ojo policial de los toques de queda pandémicos, criminalizando a los que la transitábamos, coqueros, bandidos y borrachos todos, pienso yo, ante los ojos de un estado que entiende que las personas decentes pertenecen a su casa” - Miguel Rodríguez Casellas
Ahora apenas podía distinguir entre una luz utilitaria a cargo de proveer seguridad, y una luz de atmósfera encargada de hacer que el interior lograra escenificar la escapada fantástica en medio de la oscuridad. Dicha teatralización del fulgor era similar a la vista en aquellas maquetas del OMA de 1993: barrios enteros desaparecían en la noche, mientras que interiores y fachadas resplandecientes se estrenaban como destinos seguros para el rampleteo comunal.
Ahí noté que rótulo, interior y acera se fusionaban en una misma experiencia de luz maravillosa; por fin la arquitectura, sin que mediaran arquitectos o diseñadores, podía darle materialidad a la promesa de virtualidad. Los materiales existirían ahora por su capacidad para dialogar con la luz artificial, y llenar la memoria de teléfonos inteligentes con buen ojo para retratar la noche, por encima de su valor presencial. La noche de mi segundo regreso está rodeada de verbenas, con guirnaldas compradas a descuento en Costco, para disimular el carácter profiláctico de las terrazas que la paranoia pandémica popularizó.

En la Placita de Santurce, el protagonismo dado a la pantalla electrónica, un lugar común dosmilero, introduce la paleta de colores de la noche. El resto de la oferta de entretenimiento, incluyendo a las hospederías, cerraría filas con su lenguaje fulgurante.

Frente a este fenómeno de consenso lumínico e inmaterial, pienso en el Puerto Rico sin puertorriqueños del ignominioso chat, pero ya no como insulto sino como requisito para ingresar en este paisaje nocturno de contornos difuminados que hacen de la experiencia un facsímil de realidad virtual.
Para estar en la noche y ser de la noche, había que exilarse de la vida, y aceptar la extranjería temporera del turista en tránsito.

Así entraba yo a El Normandito, por primera vez, en marzo del 2023, rodeado de una muchedumbre de técnicos y actores extranjeros en break de filmar una serie de Netflix aquí, según alegaron. El lugar, que primero vi en las redes sociales, antes de aterrizar, era fiel a su promesa de construir la escapada virtual. Su presencia luminosa, bajando la calle y cuchillo en Alto del Cabro, desde la Ponce de León, en medio del abandono oscuro de la noche, y de propiedades sin habitantes, sería un prototipo corroborable como tal en los fulgores de la zona del Watusi. El popular sector de entretenimiento nocturno que se extiende desde la Ponce de León, a la altura de la Parada 15, a Trastalleres, logró hacer lo que nadie ha podido hacer en Santurce: implantar una línea de actividad, de norte a sur, capaz de atravesar la Fernández Juncos sin perder intensidad, y extendiendo su vitalidad casi hasta el mismo borde del caño.
Eso es lo maravilloso de la controvertible Calle Cerra.


El puertorriqueño exilado a la noche hace lo que siempre ha hecho, abrazar aquello que logra constituirse como efectivo portal de la escapada. Poco se dice de los puertorriqueños que no quieren ser puertorriqueños cuando serlo significa abdicar de su afición a la fuga. Puerto Rico sin puertorriqueños es un Santurce oscuro con hitos fulgurantes que leen como portales a escapadas perfectas, más de luz que de fentanilo, aunque llame la atención que la luminosidad de los ubicuos dispensarios de cannabis siga la misma convención de rótulo, interior y acera fusionados con un acabado de virtualidad inmaterial.
Aquí posiblemente es donde se exigiría mi enérgica condena a este paisaje de exilios nocturnos y enajenación, con rasgadura de vestiduras incluidas.
Nada más lejos de mi intención.

Experimentar la ciudad desde el deslumbramiento ha sido un lugar de coito consensuado entre los colonizados y los colonizadores. Comenzando en las primeras escuelas del gobierno insular, los cines en Deco y Spanish Revival, la sucesión de estilos desde el Antiguo Casino de Puerto Rico a Medicina Tropical, y por ahí sigo, los malls del siglo XX, los contratos de ornamentación nocturna navideña del XXI tapando alcaldías, reesculpiendo estructuras con luz, importando destinos lejanos y exiliándonos a ellos, la vida en Santurce ha sido un recinto ferial para ricos, menos ricos y pobres a lo largo de sus muchas versiones. Las resistencias de batey y callejón hoy por hoy han sido igualmente absorbidas en tarimas como las del Bonanza, en la Eduardo Conde. Allí también, acera, rótulo e interior son derretidos con una misma luz de escapada. Los cuerpos voluntariamente exilados somos las estrellas de la noche, con un horario de caducidad gestionado por las leyes de cierre, insensatamente impuestas por el Municipio de San Juan.

Los autoproclamados soldados de la noche, a la que tratamos como una biblioteca pública de contemplaciones delirantes y momentos de luminosidad cognitiva, sentimos que nada más poco puertorriqueño que enviarnos a la cama temprano y obligarnos a enfrentar un día sin capital fantástico.
Desde mi peatonalidad militante, la noche fulgorosa de Santurce es un catálogo de todo lo que le falta al día.
Sobre el autor: Miguel Rodríguez Casellas se formó entre su natal Puerto Rico y la Universidad de Princeton, de donde se graduó de arquitecto con premio a la mejor tesis de ese año. Inició su carrera profesional en la Office for Metropolitan Architecture de los tempranos noventa. Tras su vuelta a Puerto Rico, en 1995, formó parte del equipo que desarrolló los diseños preliminares de las estaciones del Tren Urbano. También trabajó como consultor del Departamento de Urbanismo del Municipio de San Juan, siendo gerente de diseño de la remodelación de la Plaza de Mercado de Santurce. De 2001 a 2005 dirigió el Proyecto de Arte Público de Puerto Rico. Por 17 años, fue profesor de diseño, historia y teoría en la escuela de arquitectura de la Universidad Politécnica, de la cual fue decano entre el 2006 y el 2010. Rodríguez-Casellas fue tutor y profesor en la University of Technology Sydney, en Australia (2015 y 2022). En ese periodo colaboró con el colectivo Grandeza, bajo el nombre ‘Bajeza’. De esa colaboración se destaca el Teatro Della Terra Alienata, proyecto ganador de la XXII Trienal de Milán, representando a Australia. Miguel fue columnista del Buscapié (2007-2016) del periódico El Nuevo Día y formó parte del programa “Puerto Crítico” (2013-2017). Actualmente, es uno de tres escritores a cargo de los libretos para un nuevo programa de comedia en la WIPR, “Casi casi familia”, del cual también fungió como director de arte.