El historiador del arte Carlos Ortiz Burgos repasa los vínculos e intercambios artísticos que han surgido a través de la historia entre Puerto Rico, Cuba, República Dominicana, Haití y Jamaica

La historia del arte de Puerto Rico ha estado marcada por la migración en todas sus etapas –desde las culturas originarias hasta hoy– lo que ha enriquecido nuestro acervo artístico. La emigración de puertorriqueños ha constituido una diáspora en los Estados Unidos que ha sido motivo de extensos estudios. Menos se ha escrito sobre los inmigrantes, aunque ciertamente se ha reconocido la importancia que han tenido figuras particulares a su llegada a Puerto Rico, como el pintor español Luis Paret y Alcázar, el escultor gallego Francisco Vázquez Díaz (“Compostela”) y la pareja de artistas ucraniana-estadounidense Jack e Irene Delano. Sin embargo, igualmente constante e importante ha sido la polinización cruzada que ha existido entre las Antillas y, aunque no puede desligarse de otras olas migratorias, es importante resaltar lo que las naciones vecinas han aportado a nuestras artes puertorriqueñas.
Desde tiempos precoloniales las culturas del Caribe insular se han caracterizado por su carácter migratorio, tanto es así, que el nombre Caribe en sí mismo encierra un origen relacionado a este fenómeno. El nombre surgió de la denominación que le dieron los españoles a los indígenas que hoy conocemos como kalinago, que habitaban las Antillas Menores. De acuerdo a los cronistas, este grupo secuestraba a las mujeres del llamado grupo taíno que nunca volvía a verlas. Esta situación dio origen a la creencia de que los kalinago comían personas, sobre lo cual no existe evidencia, pero tampoco ha sido completamente descartado como posibilidad, según expone el historiador Sebastián Robiu Lamarche en el libro “Taínos y Caribes: las culturas aborígenes antillanas” (2003). Otra teoría, esta de Lawrence Waldron, sugiere que los kalinago mantenían cautivas o como esposas a las mujeres taínas. Así, el término Caribe pudo haber surgido de la confusión al escribir el nombre de los kalinago: “kalina–caníbal”, según la investigación de Waldron en el libro “Pre-Columbian Art of the Caribbean” (2019). Lo cierto es que nombrar el Mar de los Caribes fue una táctica para justificar la esclavización de los indígenas de ese territorio, indica Robiu Lamarche. Por lo tanto, desde un tiempo anterior a la colonización europea, la región Caribe se define mediante relaciones migratorias.

Aunque compartimos ancestros, la polinización cruzada en el arte del Caribe como lo conocemos hoy día comenzó en el siglo XIX. Del mismo modo que Puerto Rico ha recibido artistas provenientes de diversos países, nuestros artistas también han viajado a otras islas como parte de sus respectivas formaciones artísticas. Los viajes de Francisco Oller a España y Francia son bien conocidos, sin embargo, el historiador del arte estadounidense Edward Sullivan (citando a Haydée Venegas), comenta en su libro “From San Juan to Paris and Back: Francisco Oller and Caribbean Art in the Era of Impressionism” (2014) que no únicamente “El velorio” fue exhibido en La Habana, si no que Oller mismo visitó Cuba por dos meses. Otro de nuestros artistas más destacado, Ramón Frade, pasó buena parte de sus años formativos en la República Dominicana y, además, viajó a Haití, Cuba, Curazao, Costa Rica y Colombia, como lo explican Flavia Marichal Lugo y Norma Rosso Tridas en “De Oller a los cuarenta: La pintura en Puerto Rico de 1898 a 1948” (Museo de Historia, Antropología y Arte de la Universidad de Puerto Rico, 1988). Todo esto antes de viajar a varias ciudades de Italia, donde también se formó. Así mismo, Narciso Dobal viajó a Haití a visitar a Ángel Botello y quedó marcado por la cultura vecina. Cabe añadir que fue en la República Dominicana donde Eugenio Fernández Granell conocería a André Bretón y el surrealismo, movimiento que el español traería a Puerto Rico, como nos recuerda Cheryl Hartup. De modo que algunas de las corrientes modernas originadas en Europa que se desarrollaron en Puerto Rico, incluso están vinculadas de un modo u otro a nuestra interconectividad caribeña.
Cuba
El mayor influjo de artistas caribeños que ha recibido Puerto Rico, sin duda alguna, ha sido de Cuba. En el libro “Puerto Rico: arte e identidad”, Marimar Benítez señala la importancia que tuvo una ola migratoria proveniente de la mayor de las Antillas durante la segunda mitad del siglo 20. Aunque sus aportaciones han sido muchas, hay que destacar las labor de estos artistas en dos áreas del arte puertorriqueño que han sido históricamente desatendidas: la escultura y la fotografía. Rolando López Dirube fue un artista multifacético que realizó obras en múltiples medios, entre los que destaca su obra escultórica. A su llegada a Puerto Rico, en 1961, la escultura experimentaba un resurgimiento. Los artistas españoles Francisco Vázquez Díaz e Ismael D’Alzina habían reiniciado esta tradición que, hasta entonces, se había mantenido viva únicamente en la talla de santos. Los artistas europeos enseñaron una escultura figurativa que discípulos como José Buscaglia continuaron en su forma más clásica, y otros, como Rafael López del Campo, la derivaron a una estilización modernista. López Dirube encontró poca escultura al llegar a Puerto Rico, y menos en materia de propuestas abstractas, solo las obras del puertorriqueño Rafael Ferrer y el estadounidense George Warrek. Las exploraciones abstractas del cubano, por tanto, vinieron a refrescar el arte tridimensional de Puerto Rico. Unos años después de su llegada a la isla, López Dirube dictó clases en la Universidad de Puerto Rico (donde Warrek enseñaba desde 1961) y también en otras instituciones, como la Universidad Interamericana y la Liga Estudiantes de Arte de San Juan. Así se puso en marcha un nuevo tipo de escultura que luego artistas puertorriqueños siguieron desarrollando. Más tarde, en la década de 1970, se añadiría a este desarrollo otra importante artista cubana, Zilia Sánchez, quien difuminó los límites entre pintura y escultura, como bien lo explica Flavia Marichal Lugo en la biografía de la artista en el libro “Puerto Rico: Arte e identidad” (1998).

Si bien hay que reconocer que muchos de los artistas cubanos radicados en Puerto Rico llegaron con una educación en las artes, el caso de Pablo Cambó muestra que la relación de Puerto Rico con Cuba no ha sido unilateral. Cambó se radicó en Puerto Rico en la década de 1960 cuando la fotografía se encontraba al alza en el fotoperiodismo, pero casi no se utilizaba como medio artístico, como anota Nitza Luna en “Apuntes sobre la evolución de la fotografía en Puerto Rico”, publicado en “Las artes visuales puertorriqueñas a principios del siglo XXI” (2002). En la década de 1970, Cambó estudia en Miami y luego regresa a Puerto Rico en un momento en el que José Rubén Gaztambide, Héctor Méndez Caratini y John Betancourt creaban el Consejo Puertorriqueño de Fotografía. Cambó se involucraría en este consejo en las décadas siguientes junto a otras fotógrafas puertorriqueñas, como Frieda Medín y Sandra Reus. Desde entonces, el cubano ha formado parte de la escena fotográfica de Puerto Rico como jurado en múltiples certámenes de fotografía periodística y artística, y ha continuado desarrollando su obra profesional abarcadora, participando de cuarenta exposiciones entre individuales y colectivas.
Son muchos los cubanos que han hecho de Puerto Rico su hogar. No podemos dejar de mencionar a Manuel García Fonteboa, quien aportó significativamente al desarrollo de la escuela cartelista puertorriqueña con ejemplares de protesta de una calidad tal que no pueden faltar en los libros sobre el cartel puertorriqueño. Algunos otros son: María Elvira Coya, María Antonia Ordoñez, José Peláez Muñoz, Luis Leal, Rosa Irigoyen, Rigoberto Quintana, Wiliams Carmona, Ernesto Pujol y Ángel Borroto. La relación de Puerto Rico con Cuba ha sido relativamente bien estudiada y algunos artistas, como López Dirube, han sido mejor documentados que incluso los escultores puertorriqueños; por esta razón limito esta sección para hacerle justicia a otras comunidades que han sido menos estudiadas.
Haití
Aunque desde el siglo XIX las migraciones desde Haití y la República Dominicana han sido tan frecuentes como las de Cuba –como lo documenta el historiador puertorriqueño Fernando Picó en el libro “Historia general de Puerto Rico” (2005)– los artistas provenientes de La Española no han gozado del mismo reconocimiento que sus vecinos en Puerto Rico. Por supuesto, esto se debe a que las emigraciones han tenido un componente de clase muy significativo que ha limitado el acceso a la educación artística a muchas familias migrantes de la isla vecina, además, de que estos grupos han sufrido racismo y xenofobia en nuestro país. Durante la década de 1980, por ejemplo, en los periódicos se discutía la migración haitiana bajo el epíteto de “el problema haitiano”; irónicamente esa expresión es un calco de la manera en la que la prensa estadounidense discutía “the Puerto Rican problem” en Nueva York desde la década de 1950. Pero esto no quiere decir que no exista ningún lazo entre nuestras artes.
La primera referencia a un motivo haitiano en la escena del arte de Puerto Rico lo encontramos tan temprano como en 1936 a manos del artista e ilustrador puertorriqueño Rafael D. Palacios. Explica la doctora Concha Meléndez en el libro “De Oller a los cuarenta: La pintura en Puerto Rico de 1898 a 1948” (1988), sobre la obra de Palacios:
El motivo haitiano Papalol, por el contrario, se expresa con originalidad en una atmósfera de superstición y exotismo. Terroríficas idolatrías están suspensas detrás del antiguo sacerdote de vodú que enseña una lección a un grupo de niños, y mira oblicuamente con sensualidad súbita a la niña cercana.
La obra “Papalol” fue exhibida en la Segunda Exposición de Arte Americano en la Sociedad Americana de Bellas Artes de Nueva York en 1937. El hecho de haberse expuesto fuera de Puerto Rico es significativo por dos razones. Una de ellas es porque Palacios decidió enviar esta pieza para representar a Puerto Rico en Estados Unidos, y la otra, es porque la obra le sirvió de referente a la artista Luisa Géigel para discutir su propia obra titulada “Mestiza”. Es decir, la representación puertorriqueña en esta exposición tenía un significativo componente racial que además se identificaba con Haití.
Hasta donde sabemos, el primer intercambio directo entre artistas de Puerto Rico y Haití sucedió en 1950, a manos de Rafael Ríos Rey. En ese año, Haití celebró una exposición internacional de arte con motivo del bicentenario de la fundación de Puerto Príncipe, la cual incluyó escultura en varios medios, pinturas y murales. Anota Manuel Rivera Matos lo siguiente en un artículo para el “El Mundo” (1950):
Por coincidencia simbólica nuestro Pabellón queda junto a los de España y Cuba y frente al de Estados Unidos. En ambos salones el artista puertorriqueño Rafael Ríos Rey pintó dos magníficos murales con tonos y colorido de gran fuerza expresiva. El primero recoge una escena de vodú y un grupo de campesinos boricuas tocando sus instrumentos típicos, y al centro un jíbaro y un haitiano con los brazos echados sobre los hombros en gesto fraternal, simbolizando la amistad entre ambos pueblos.
El segundo mural se titula: hacia un mundo mejor. En un conjunto de figuras y masas de vigorosos contornos, amontonadas en revuelta simetría con arreglos a la técnica pictórica de nuestro tiempo, se da una idea recia del nuevo Puerto Rico con su esfuerzo industrial, sus represas hidroeléctricas y otras obras de mejoramiento colectivo.
Tres años más tarde, en 1953, el artista español Ángel Botello Barros se mudó a Puerto Rico, luego de haber vivido en Haití y la República Dominicana desde 1940. A su llegada, Botello fundó la Galería de Arte de Haití en el vestíbulo principal del hotel Caribe Hilton. Ese mismo año exhibió allí sus obras junto a las de la diseñadora estadounidense Lorraine Dora (radicada en Haití y quien incluía temas haitianos en sus pinturas y diseños) y las del pintor haitiano Desir, como documentó Juan Luis Márquez en el periódico “El Mundo” (1953). Pero previo a la llegada de Botello, ya existía en Puerto Rico interés en el arte de Haití. El artista puertorriqueño Víctor “Vitín” Torres Lizardi había viajado a Haití y la República Dominicana a principios de 1950 y en 1954 se dedicaba en su taller de Caguas “a la preparación de bocetos de motivos haitianos y dominicanos para una colección de óleos que habrá de poner en exhibición”. Durante la década siguiente llegarían varios artistas haitianos a Puerto Rico, algunos de visita, otros mudándose permanentemente.
El artista haitiano Guy Duvivier se mudó a Puerto Rico en 1964, lo cual convierte su obra, a base de la soldadura de hierros viejos y metales desechados, en una producción paralela a la de George Warrek. En un artículo publicado en el periódico “El Mundo” en 1969 se dice que “todos los diseños son originales y siguen la tendencia moderna de líneas y contornos”. De modo que no se le asocia con el mal llamado primitivismo que siempre se menciona al hablar del arte haitiano. En el mismo año en que Duvivier llegó a Puerto Rico, se publicó otro artículo en “El Mundo” sobre decoración en el hogar titulado “Incorporan en la decoración tropical muebles y objetos de arte haitianos”, que caracteriza esta práctica como una “cosmopolita”. Hacia finales de la década de 1960 se comentaba en el mismo periódico: “Existen muchas indicaciones de que habrá un renacimiento en el arte haitiano”. Esto, al parecer, motivó varias iniciativas.

En 1969 el matrimonio de Edoard y Simone Lafontant anunciaba una exposición en su residencia de Borinquen Gardens en Río Piedras, en la que habían abierto la Galería Caribe. En esta muestra –según el suplemento Puerto Rico Ilustrado– se incluían pinturas y varios tipos de esculturas talladas en madera y fundidas en hierro y bronce; obras realizadas por Calixte Hanri, Dieudonné Cédor, Joseph Diedonné Raymond, René Jean Jérome, Raoul Viard, Carol Théard, Gesner Abelard, Paul Beauvoir y Gourge et Byron. En el artículo, se comenta que “se expresa, en todo este conjunto de hermosas piezas y de cuadros a colores, toda el alma del nuevo Haití, país que va alejándose de los misterios de la vida africana primitiva, y va dando riendas a una expresión más realista y más sincera del arte moderno”. Esta cita demuestra el racismo que aflora incluso cuando se intentaba alabar al arte haitiano; además demuestra un profundo desconocimiento del papel que jugó el arte africano en el desarrollo de los movimientos modernos europeos. Por otra parte, hay que anotar que el reconocimiento del modernismo en estas obras es significativo, pues por esas fechas en Puerto Rico apenas se comenzaba a realizar escultura en metal fundido, y con muchas dificultades, como explica Marimar Benítez en su ensayo en el libro “Puerto Rico: Arte e identidad” (1998).
Durante las décadas de 1970 y 1980, tanto instituciones importantes como pequeñas galerías se interesaron por el arte haitiano. En 1970 la exposición anual del Salón de Pinturas del Banco United Federal Savings incluyó una obra del arquitecto haitiano Gerard Fombrum, quien vivía en Puerto Rico y realizaba “unas delicadas esculturas en cobre, llenas de poesía”, de acuerdo al crítico de arte Antonio Molina. Este mismo arquitecto realizó una exposición individual en la Galería Antillas del Viejo San Juan, según el periódico “El Mundo” (1970). Al año siguiente, en 1971, vemos una obra del haitiano Le Bretton en una exposición de la recién inaugurada Galería Hispania, en Ponce; esta obra se exhibía junto a piezas de artistas de la categoría de Alejandro Sánchez Felipe, Jorge Rechany, John Balossi y Epifanio Irizarry. En 1977, en tanto, se realizó una exhibición de pinturas haitianas en el Convento de Santo Domingo con motivo del Mes de la Amistad Haitiano-Puertorriqueña y al año siguiente se realizó otra en el Museo de la Universidad de Puerto Rico (UPR) con el mismo motivo.
En la década 1980 el antropólogo puertorriqueño Eugenio Fernández Méndez fundó una galería en La Caleta del Viejo San Juan, “donde antes estuvo la galería Luis Germán Cajigas”, y donde tenía “una biblioteca especializada en arte puertorriqueño y haitiano”. Explica el crítico de arte José Antonio Pérez Ruiz que “la especialidad de la Galería Eugenio es la pintura primitivista haitiana”. A finales de esa década, en 1987, se realizó otra exposición de arte haitiano en la Universidad de Puerto Rico titulada “Imagen de Haití”, esta vez en la Sala de Música del Centro de Estudiantes; la misma se basó en la colección de Fernández Méndez, e incluyó obras de Wilson Bigaud, Adan Leontus, Preffette Duffaut y Bourmond Byron. Fernández Méndez, además, había publicado un libro sobre arte primitivista haitiano en 1973, editado en tres idiomas y publicado por la galería Georges S. Nader de Haití. Dos años más tarde, en 1989, aparecía en el “Puerto Rico Ilustrado” un artículo de cuatro páginas de extensión sobre la Colección Josefina del Toro Fullados –o colección de recursos raros, como antes se le conocía– del Sistema de Bibliotecas de la Universidad de Puerto Rico, entre los que se encuentra las colecciones de libros sobre historia haitiana del diplomático y militar Alfred Nemours. El artículo incluye ilustraciones de los libros de Nemours en las que se representa a Toussaint Louverture y el Rey Henry-Christophe.
Si todas estas interacciones con Haití han sido importantes de un modo u otro, sin duda alguna, ninguna ha tenido el impacto sobre el arte puertorriqueño que ha tenido la Galería Botello. En 1979, las haitianas Maud Duquella y Christianne Botello (esposa del artista Ángel Botello Barros) abrieron la galería que hasta hoy sigue operando bajo el mismo nombre. Además de las obras del propio Ángel Botello, durante más de cuatro décadas esta galería ha exhibido y vendido obras de algunos de los más importantes artistas puertorriqueños entre los que se encuentran Myrna Báez, María Emilia Somoza y Arnaldo Roche Rabell. Siendo una de las galerías más longevas de Puerto Rico, ha traído al mercado del arte puertorriqueño obras de artistas de renombre mundial como lo son Rufino Tamayo, Juan Miró, Roberto Matta, José Luis Cuevas, Théo Tobiasse y Max Papart, entre otros. La labor de la galerista Duquella ha sido reconocida por instituciones en Puerto Rico y los Estados Unidos como lo son la Asociación de Críticos de Arte de Puerto Rico y el The Clemente Soto Vélez Cultural & Educational Center en Nueva York.
“Aunque compartimos ancestros, la polinización cruzada en el arte del Caribe, como lo conocemos hoy día, comenzó en el siglo XIX. Del mismo modo que Puerto Rico ha recibido artistas provenientes de diversos países, nuestros artistas también han viajado a otras islas como parte de sus respectivas formaciones artísticas” - Carlos Ortiz Burgos
República Dominicana
La xenofobia contra nuestros vecinos más cercanos de las Antillas Mayores, los dominicanos, ha llevado a un desconocimiento de la presencia artística que han tenido en Puerto Rico. Cuando el historiador Fernando Picó escribe “aquí, en algún momento, todos fuimos inmigrantes, desde el primer indígena arcaico en su arcaica yola hasta el dominicano que llegó ayer por Rincón y ya hoy trabaja en un proyecto de construcción”, aunque defiende el derecho a emigrar, circunscribe a este grupo diverso de personas a una única clase social. Aunque es cierto que cientos de dominicanos han llegado a Puerto Rico en busca de trabajo y una mejor calidad de vida, otros han tenido el privilegio de educarse y emigrar o visitarnos como embajadores culturales.
Los intercambios artísticos entre Puerto Rico y la República Dominicana datan de, al menos, la década de 1940, cuando comienzan a visitar nuestro archipiélago numerosos músicos, actores, literatos y artistas visuales. Al parecer, temprano en esa década, ya había interés en el arte dominicano en Puerto Rico a juzgar por un artículo titulado “Reflexiones sobre el alma del arte de Anita Pastor” que el periódico “El Mundo” reprodujo luego de haberse publicado originalmente en “La Opinión”, diario de la República Dominicana. Ramón Frade había vivido en la República Dominicana y Haití desde finales del siglo XIX, sin embargo, sería en 1949 –sobre cuatro décadas después de regresar a Puerto Rico en 1902–, cuando la Academia Dominicana de Historia le otorgaría una medalla de oro por haber donado un óleo a esta institución. Se trató de un paisaje de la antigua Santo Domingo de Guzmán (según la vio el artista en 1893). En la década del cuarenta la capital dominicana era conocida como Ciudad Trujillo, nombre impuesto por el dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo, en su propio honor. Se le llamó de esta manera de 1936 hasta 1961.
Es a partir de la década de 1950 que comenzamos a ver exposiciones de artistas dominicanos en Puerto Rico, como es el caso de la muestra de 14 óleos y 26 dibujos que realizó el pintor Silvano Lora en la Sala de Arte de la Universidad de Puerto Rico en 1955. Durante la década siguiente, incrementaría la cantidad de artistas de la hermana república que vendrían a exponer a Puerto Rico.
En 1961, cuando los fotógrafos puertorriqueños aún tanteaban tímidamente en dar el paso del fotoperiodismo al arte visual, el dominicano Jacinto Gimbernard realizó la exposición de fotografía,“Veinte temas de vida y muerte”, en El Ateneo Puertorriqueño. Ese mismo año se mudaba a Puerto Rico el médico y artista Enrique Coiscou Weber, trayendo consigo otro tipo de arte innovador, la hilografía, la cual patentó en su natal República Dominicana. Utilizando alambres de zinc, plata, aluminio y oro, el artista realizaba obras de todos los géneros pictóricos, entre los que se destacan retratos de presidentes y gobernadores como Kennedy y Luis Muñoz Marín. Así mismo, sumándose al reavivamiento de la escultura en Puerto Rico, el artista dominicano Julio Sussana realizó dos exposiciones en el Colegio de Abogados de Puerto Rico en 1963 y 1964. Aunque en un artículo del periódico “El Mundo” se comenta que el artista tenía planes de permanecer en Puerto Rico, no se ha encontrado más información al respecto.
La pintura casi nunca falta en los intercambios artístico/culturales, y en este caso no es la excepción. En 1962 la pintora Nidia Serra de Victoria visitó Puerto Rico junto a un grupo de 150 dominicanos atraídos por el Festival Casals. La artista y profesora del Departamento de Bellas Artes de Santo Domingo, cuya obra está dominada por el paisaje, aprovechó la visita para realizar gestiones con el fin de realizar una exposición en Puerto Rico, la cual se concretó al año siguiente en el Ateneo Puertorriqueño. Igualmente, el pintor Guillo Pérez regresó a Puerto Rico en 1970 para realizar una exposición en la Galería francesa del Hotel San Juan, auspiciada por el Consulado de la República Dominicana. De este artista es la obra “Puesta de Sol”, adquirida por el Museo de Arte de Ponce con anterioridad a la muestra de 1970. Incluso dentro de la pintura, los artistas dominicanos estaban a la vanguardia durante esta época, como lo demuestra la obra hiperrealista de Charito Chávez exhibida en la Galería Coquí de Puerto Nuevo en 1979. Si estos últimos artistas son figurativos, también habría representación de pintura abstracta dominicana en Puerto Rico durante estas décadas. Un ejemplo es Josefina Romano Pou, quien además de fungir como Agregada Cultural de la República Dominicana, se dedicaba a pintar.
Los artistas dominicanos no únicamente exhibían sus obras en galerías comerciales de Puerto Rico, sino también en instituciones artísticas como el Museo de Historia, Antropología y Arte de la Universidad de Puerto Rico y el Museo de Arte de Ponce (MAP). En 1973 el Museo de la Universidad de Puerto Rico exhibió las obras de la artista Soucy de Pellerano en celebración de la independencia de la República Dominicana. En un tono internacionalista, comenta Antonio J. Molina en “Puerto Rico Ilustrado” sobre la obra de Pellerano que “no es esta una pintura ‘bonita’ ni quiere serlo. Es algo que tiene ‘garra’ y ‘meollo’ y que habla en alta voz de toda una convulsión –interesante y necesaria– que vive nuestro mundo”. Pellerano volvería a exhibir en el Salón de El Túnel de la Casa Alcaldía de Bayamón más de una década después, en 1986. Por su parte, el Museo de Arte de Ponce, en la década de 1970, realizó una exposición de Fernando Ureña que incluyó pinturas y dibujos. Acabado de regresar de estudiar en Madrid, y habiéndose formado en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Santo Domingo bajo la tutela de Jaime Colson, la obra de Ureña fue descrita por Antonio J. Molina, de la siguiente manera: “Ureña, deslumbrado aún por el ‘iluminismo’, ese ‘adueñarse de la luz como lo logró Sorolla’, experimenta y saborea la brillantez colorista de ese estilo”.
El MAP también exhibió en la década del ochenta obras del artista Alberto Ulloa, como una propuesta de “traer obras de afuera para ayudar a enriquecer el ambiente artístico local”, según expuso Marimar Benítez en un artículo publicado en el periódico “El Mundo” en 1982.
Ese enriquecimiento únicamente incrementó durante la década de 1970 con la creación de la Bienal de San Juan del Grabado Latinoamericano. Si bien se recibieron numerosos artistas de la República Dominicana durante la década del setenta, los puertorriqueños también llevaron sus obras al vecino país.
En 1971 una selección de “más de treinta obras de los más representativos artistas de Puerto Rico” fueron exhibidas en el recién inaugurado edificio de la Biblioteca Nacional de Santo Domingo. Entre los artistas incluidos en esa muestra se encontraban: Olga Albizu, Francisco Rodón, Augusto Marín, Julio Rosado del Valle, Rafael Rivera García, Félix Bonilla, Jorge Rechany, Luis Hernández Cruz, Jeanette Blasini, José R. Oliver, James Shine, José A. Ramos, Alfredo Cubiñá, Edwin Maurás, Lorenzo Homar, José R. Alicea, Myrna Báez, Rafael Tufiño, Carlos Marichal, Marcos Irizarry, Juan Díaz, John Balossi, Myrna Rodríguez, Carmelo Fontánez, Manuel Hernández Acevedo, y Germán Cajigas. Más tarde, Antonio Martorell realizó una muestra individual de grabado que fue seguida por una exposición colectiva, en 1977, que se llevó a cabo en la Casa de Teatro, junto a un recital de poesía. En esa ocasión participaron los artistas José Antonio Torres Martinó, Antonio Martorell, José Rosa, Consuelo Gotay y Luis Alonso. De modo que la República Dominicana ha conocido lo mejor de nuestros artistas.

Durante las décadas subsiguientes, los ochenta y noventa, varias otras instituciones puertorriqueñas exhibieron trabajos de artistas dominicanos. La Escuela de Artes Plásticas, por ejemplo, realizó la exposición titulada “Temores: Lo nuevo y lo duradero de lo sensual y otras cosas”, del artista Félix Berríos en 1980. Ya en esta muestra se ve la influencia de la Bienal de San Juan, pues este artista “se dedicaba a la gráfica y el dibujo”. Ese mismo año La Liga Estudiantes de Arte de San Juan presentó dos instalaciones de Dyonis Figueroa tituladas “Pieza de declaración” y “Residuos” las cuales utilizaban como medio artístico copias fotostáticas xerox, cinta adhesiva y otros elementos pegados a las paredes. Por su parte, el Museo del Grabado Latinoamericano del Instituto de Cultura Puertorriqueña realizaría una exposición de Aquiles Azar en 1982; este mismo artista además había tenido una exposición previa en el MAP dedicada a pinturas de payasos expresionistas, sobre las que Antonio J. Molina comentó: “Son obras que impresionan, hacen pensar, y el artista nos pone en un dilema frente a cada una de sus figuras de circo”. El Museo de Arte e Historia de San Juan hizo lo propio con la artista Rosa Tavárez en 1988. Incluso la Galería San Juan Bautista de la Casa Alcaldía de San Juan realizó una exposición de óleos y acrílicos pintados por el artista dominicano Eric Genao en 1989. Tan significativa fue la presencia dominicana en el arte puertorriqueño que en la década del 80 se fundó la Galería Logos que se dedicaba a la venta de obras puertorriqueñas y dominicanas.
Aunque no es artista, la crítica de arte dominicana Marianne Tolentino merece una mención especial en este texto. Desde Santo Domingo, Tolentino escribió innumerables columnas para el “Listín Diario” sobre artistas puertorriqueños. También dictó conferencias en Puerto Rico, participó de simposios sobre arte y crítica de arte, fue parte del jurado de la cuarta Bienal del Grabado Latinoamericano de San Juan, y fue parte de varios proyectos de divulgación de nuestras artes, como la revista “Imagen” del Programa de Artes Plásticas del ICP, y de la revista “Plástica” de La Liga de Arte de San Juan. Con motivo de la exposición titulada “Gráfica Puertorriqueña en Saludo a Santo Domingo”, realizada en el Museo de las Casas Reales de la República Dominicana en 1982, Tolentino dijo: “Fue un verdadero deslumbramiento: la estampa de Puerto Rico alcanza niveles cimeros de expresividad y técnica que llegan a provocar con el espectador una comunicación comparable a la de la pintura y del dibujo”.

Si no todos los artistas dominicanos que hemos mencionado se radicaron en Puerto Rico, hoy contamos con un excelente grupo de artistas de generaciones más recientes que han emigrado o han nacido en Puerto Rico de familias dominicanas. Entre este grupo se encuentran Zuania Minier, Hatuey Ramos Fermín, Dionis Figueroa, Emilio Maldonado, Genaro Ozuna y Helen Ceballos, entre otros. Esta tampoco constituye una lista exhaustiva que pretenda recoger todos los artistas dominicanos que han exhibido en Puerto Rico, todos los artistas puertorriqueños que han exhibido en la República Dominicana ni todos los artistas que residen en Puerto Rico de ascendencia dominicana. El propósito es demostrar la presencia constante y la relevancia que han tenido estos artistas en nuestra escena artística.

Jamaica
Sin duda alguna Jamaica es el país de las Antillas Mayores con el que menos contacto hemos tenido desde tiempos de la colonización española. Pero eso no implica que no haya habido intercambio alguno. La música es el elemento mayor que nos ha llegado desde Jamaica, aunque también nuestros atletas han ido a competir a la isla angloparlante. En lo que respecta a las artes visuales, ya hemos anotado la visita de Ramón Frade y no hemos encontrado ninguna referencia anterior a esta. Sin embargo, hay que anotar que algunos de libros producidos por la División de Educación de la Comunidad fueron tomados como referencia por los jamaiquinos e incluso alguno se tradujo al inglés para utilizarlo allá. De acuerdo al artista Antonio Maldonado, el libro titulado “Alimentos para su familia” se tradujo para uso en Jamaica. Por otro lado, un puñado de artistas puertorriqueños han viajado a Jamaica y se han inspirado en el arte de ese país.
En 1980, los puertorriqueños Carmelo Sobrino, Joaquín Reyes y Marco Antonio Rigau “apertrechados con sus acrílicos, sedas, navajas y toda la parafernalia exigida para montar un taller de serigrafía –amén de un espíritu de aventura– partieron […] para Kingston, Jamaica”, según documentó el periodista Jorge Rodríguez en el periódico “El Mundo”, en 1989. Allí pasaron tres meses con el propósito de rendir homenaje a Edna Manley, la artista más reconocida de la isla hermana. Durante ese tiempo estos artistas trabajaron juntos en un portafolios para la Galería Nacional de Jamaica y como resultado realizaron una exposición en la cual adquirieron obras los primeros ministros de Jamaica, Edward Seaga, y Michael Manley, hijo de Edna Manley. A su regreso, Sobrino exhibió las obras en el Salón de Exposiciones del Programa de Bellas Artes del Departamento de Instrucción Pública (Carmelo Sobrino Expone Obras). En el mismo artículo de Rodríguez, de 1989, Rigau explica el proyecto y el deseo de homenajear a Manley del siguiente modo:
Quedé tan impresionado con la obra artística de Manley que se me ocurrió que ambos países podíamos acercarnos a través de un experimento gráfico, sobre todo porque esta es un área en la cual Puerto Rico se ha destacado internacionalmente, y porque este medio es apenas conocido en Jamaica, por lo menos artísticamente […].
La vida de Edna Manley, es una leyenda, es una mujer que se casó con Norman Manley, el ‘Padre de la Independencia de Jamaica’, fundó la escuela de Arte más importante del país, y creó además el equivalente en Kingston de lo que aquí conocemos como el Instituto de Cultura Puertorriqueña.
De este modo, aunque en Puerto Rico la cultura jamaiquina continúe siendo prácticamente desconocida, hemos logrado algunos lazos perdurables. Y es que, de acuerdo a Rigau, el taller de serigrafía que los boricuas montaron en Kingston aún continuaba operando casi una década más tarde.
Si difícil ha sido encontrar intercambios con Jamaica, nuestra relación con las Antillas Menores, desde un lente artístico, ha sido imposible de documentar a través de esta corta investigación. Estos intercambios no pueden ser inexistentes, debido a que, por ejemplo, la isla de Santa Cruz celebra el Día de la Amistad con Puerto Rico cada 14 de octubre. Sin embargo, este trabajo es insuficiente para recoger los aportes que han hecho los hermanos y hermanas de las Antillas a Puerto Rico; hace falta una investigación más a fondo y acceso a archivos en los otros países para poner de relieve nuestra caribeñidad y los lazos que nos unen con el resto de las islas del Caribe e incluso con el Caribe continental. Nuestra condición colonial a menudo nos condiciona a pensar que las únicas fuentes de desarrollo artístico han provenido de Europa o los Estados Unidos. Queda demostrado con este breve recuento que nuestras artes se han beneficiado de las culturas vecinas y que del mismo modo los puertorriqueños y puertorriqueñas han hecho contribuciones valiosas a las culturas vecinas. Caminemos, pues, hacia el sueño de Betances, ya no a través de una estructura política centralizada como lo sería una Federación Antillana, si no hacia el fortalecimiento de los lazos culturales, y otros tipos de colaboraciones cívicas, con aquellos pueblos que han padecido lo mismo que nosotros y que, en muchos casos, por motivos históricos y migratorios, son literalmente nuestros parientes.
Sobre el autor: Carlos Ortiz Burgos es historiador del arte y curador puertorriqueño. Obtuvo un bachillerato en Historia del Arte de Latinoamérica y el Caribe en la Universidad de Puerto Rico, una maestría en Culturas Visuales de Las Américas en la Universidad Estatal de Florida, y actualmente cursa un doctorado enfocado en arte caribeño en la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Su investigación histórica se centra en el desarrollo del arte moderno en el Caribe insular durante la primera mitad del siglo veinte y la revisión de los discursos oficiales. Sus proyectos curatoriales suelen centrarse en la obra de artistas jóvenes, y busca entablar diálogos entre los artistas que habitan en el Caribe y en la diáspora.
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